En letras luminosas se veía anunciado en el frente del edificio: SILENCIO Y OSCURIDAD. El cartel llamaba la atención. La entrada no estaba permitida a los mayores de cincuenta años, el espectáculo podía deprimirlos o causarles un infarto. A los menores de catorce tampoco les estaba permitida la entrada, podían protestar lanzando petardos, hacer bulla y molestar al público. En la sala celeste y fresca, sentados sobre mullidas butacas, los espectadores cerraban los ojos siguiendo las instrucciones que se repartían en la entrada del teatro; luego, siempre de acuerdo a las instrucciones, para que la impresión no fuera demasiado fuerte al abrir los ojos, echaban la cabeza hacia atrás para contemplar lo que no veían desde hacía tiempo, la absoluta oscuridad, y para oír lo que también hacía tiempo que no habían oído, el silencio total.
Hay diferentes grados de silencio como hay diferentes grados de oscuridad. Todo estaba calculado para no impresionar demasiado bruscamente al público. Había habido suicidios. En el primer momento se oía el canto infinitesimal de los grillos que iba disminuyendo paulatinamente hasta que el oído se habituara de nuevo a oírlo surgir del fondo aterrador del silencio. Luego se oía el susurro más sutil de las hojas, que iba creciendo y decreciendo hasta llegar a las escalas cromáticas del viento. Después se oía el susurro de una falda de seda, y por último, antes de llegar al abismo del silencio, el rumor de alfileres caídos sobre un piso de mosaico. Los técnicos del silencio y de la oscuridad se las habían ingeniado para inventar ruidos análogos al silencio para llegar por fin, gradualmente, al silencio. Una lluvia finísima de vidrios rotos sobre algodón sirvió para esos fines durante un tiempo, pero sin resultado satisfactorio; un crujir lejano de papeles de seda parecía mejor pero tampoco dio resultado; a veces los primeros inventos son los mejores.
En la entrada del teatro, en unos enormes mapas del mundo se veían trazados en colores los sitios donde el silencio podía oírse mejor y en qué años se modificaba de acuerdo a las estadísticas. Otros mapas indicaban los lugares en que podía obtenerse la oscuridad más perfecta, con fechas históricas hasta su extinción.
Mucha gente no quería ir a ver este espectáculo tan importante y tan a la moda. Algunos decían que era inmoral gastar tanto para no ver nada; otros, que no convenía acostumbrarse a lo que hacía tanto tiempo habían perdido; otros, los más estúpidos, exclamaban: “Volvemos al tiempo del cinematógrafo”.
Pero Clinamen quería ir al teatro de la oscuridad y del silencio. Quería ir con su novio para saber si realmente lo amaba. “El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados”, exclamaba vistiéndose con una minifalda. La luz pasa a través de las puertas, el ruido atraviesa cualquier distancia.
“Sólo en la oscuridad y en el silencio antiguos sabré decirte si te quiero”, dijo Clinamen a su novio. Pero el novio de Clinamen sabía que todo lo que su novia hacía lo hacía por timidez. No la llevó al teatro del silencio y de la oscuridad y nunca supieron que se amaban.
en Página 12
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