lunes, 19 de julio de 2010

Muerte en Venecia, Thomas Mann (Novela corta)




Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario, salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19... La primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por el difícil y esforzado trabajo de la mañana, que le exigía extrema preocupación, penetración y escrúpulo de su voluntad, el escritor no había podido detener, después de la comida, la vibración interna del impulso creador, de aquel motus animi continuus en que consiste, según Cicerón, la raíz de la elocuencia. Tampoco había logrado conciliar el sueño reparador, que le iba siendo cada día más necesario, a medida que sus fuerzas se gastaban. Por eso, después del té, había salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen, dándole fuerzas para trabajar luego con fruto.

Principiaba mayo, y, tras unas semanas de frío y humedad, había llegado un verano prematuro. El «Englischer Garten» tenía la claridad de un día de agosto, a pesar de que los árboles apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanías de la ciudad se inundaban de paseantes y carruajes. En Anmeister, adonde había llegado por senderos cada vez más solitarios, se detuvo un instante para contemplar la animación popular de los merenderos, ante los cuales habían parado algunos coches. Desde allí, y cuando el sol comenzaba ya a ponerse, salió del parque atravesando los campos. Después, sintiéndose cansado, como el cielo amenazase tormenta del lado de Foehring, se quedó junto al Cementerio del Norte esperando el tranvía, que le llevaría de nuevo a la ciudad, en línea recta.

No había nadie, cosa extraña, ni en la parada del tranvía ni en sus alrededores. Ni por la calle de Ungerer, en la cual los rieles solitarios se tendían hacia Schwalimg. Ni por la carretera de Foehring se veía venir coche ninguno. Detrás de las verjas de los marmolistas, ante las cuales las cruces, lápidas y monumentos expuestos a la venta formaban un segundo cementerio, no se movía nada. El bizantino pórtico del cementerio, se erguía silencioso, brillando al resplandor del día expirante. Además de las cruces griegas y de los signos hieráticos pintados en colores claros, se veían en el pórtico inscripciones en letras doradas, ordenadas simétricamente, que se referían a la otra vida, tales como «Entráis en la morada de Dios» o «Que la luz eterna os ilumine». Aschenbach se entretuvo durante algunos minutos leyendo las inscripciones y dejando que su mirada ideal se perdiese en el misticismo de que estaba penetrada, cuando de pronto, saliendo de su ensueño, advirtió en el pórtico, entre las dos bestias apocalípticas que vigilaban la escalera de piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar que dio a sus pensamientos una dirección totalmente distinta.
 
 
Texto completo en órbita narrativa

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