Una lista es una lista. Es corta, pesada, ligera, genérica o detallada. Es una lista. Incluso cuando son nombres: Alvárez, Juan; Tenorio, Rómulo y sigue. Alguien coloca una bomba en un tren en Madrid, grita por Alá, grita por el País Vasco y resultan los trozos de carnes, las cenizas al viento. Y una lista. Y alguien que lee la lista, lejos y recuerda. Recuerdo.
Ella era como el viento y sólo ahora me doy cuenta. Tiempo perdido haberla buscado en las sucursales, en las otras tiendas, tenía que irse, horas y horas de avión hasta otro lugar donde todo se reconstituyera de nuevo, donde comenzara alguna otra historia. Sin paréntesis, sin despedidas.
El día que llegó yo jugaba con los otros a adivinar fotografías de escritores en las portadas de los libros. Vi a un hombre redondo, con bigotes y pensé: es Hugo, debe ser Hugo… o Darío. Darío, dije con autoridad de amo. Ellos rieron y ella, antes de que disfrutaran mi derrota, lo hizo brotar de sus labios: Poe. Es Poe.
Era Poe.
Salí primero pero la esperé hasta que terminara su turno. Llovía. Pensé que mencionaría mi error. Sólo se sentó frente a mí, me quitó un libro que sostenía, lo apartó. Después se quedó mirando las gotas. Sentenció: llueve. Salió y yo la perseguí con el abrigo y el paraguas, ella corrió como si se quisiera alejar, como para perderse, hasta que se detuvo debajo de un toldo. Toqué su frente como si quisiera saber si tenía fiebre. Sonrió, me quitó el abrigo y caminó: yo seguí rumbo opuesto con el paraguas.
Al día siguiente me regresó el abrigo y desde entonces no importaron los muchachos, ella estaba asignada también a Literatura. Le expliqué que tenía derecho a un café gratis por día, que el descuento de treinta por ciento de los vendedores no aplicaba a todos los libros y debía consultar antes, que la rotarían entre secciones mientras duraran los tres meses de prueba. Le dije que la extrañaría en el primer cambio.
Si me cambian, me voy, dijo ella.
Casi nunca hablaba. Tenía que esperarla y leerla, tenía que leerla en lo blanco alargado de su cuello, en los pezones marcados bajo las franelas que llevaba antes de cambiarla por la chemise del uniforme, cuando colocaba puntos suspensivos a mi diálogo, cuando apartaba la mirada y buscaba una edición ilustrada de la Odisea para ver a Ulises atado al mástil resistiendo los cantos de sirena y yo pensaba: es un amor perdido, es el dinero, es la familia, soy yo. Podría ser yo.
Llegó otra tarde de lluvia y todo fue súbito. La encontré frente a un edificio llorando con los dedos sobre uno de los botones del intercomunicador pero con un cuidado de equilibrista para no presionarlo. Atada al mástil. Por única vez sostuvo la mirada y creí entender lo que me decía.
Si piensas acercarte, hazlo ahora.
Los dedos me temblaron como estalactitas vibrantes antes de tocarla. Le tomé una mano y la alejé del edificio. Caminamos bajo mi paraguas. El silencio era la música, en mis oídos pasearon Paéz, Rodgers & Hart, Los Tres, Caifanes, Sabina y de vez en cuando había una imagen, -un círculo de baba, un charco de sangre amarilla, el recuerdo de un cuándo o un dónde, una célula que explota, un bulevar de sueños rotos- que alteraba el paso: lo hacía lentísimo hasta la casi detención, lo aceleraba con alegría comprimida.
Me detuve. Rocé su mejilla. Estuve a punto de besarla, de verdad lo estuve. Pero, de repente, sentí que no había poesía en una calle, en el río negriturbio debajo de la acera, en los automóviles irrespetando los semáforos. Tal vez al día siguiente o al próximo, cerca de Rilke, de Cavafys, junto a la guía Lonely planet de San Petersburgo.
Le dejé el paraguas. Me alejé.
Al día siguiente me devolvió el paraguas. Se quedó mirando la ventana después de escuchar que ahora le tocaba Filosofía. Llovía todavía, había sido la costumbre de las últimas tardes: en las mañanas un sol de ríos de oro; a eso de las dos, cielos de polvo y el agua. Y cumplió su promesa. Nunca regresó de la media hora de almuerzo. Hoy regresa en una lista.
Ella era como el viento, recuerdo. No, no quiero decir invisible, claro que podía verla, verla sonreír, verla callar, ser y no ser, estar solamente como un roce de brisa sobre la piel, un secreto incomprensible y muy antiguo conservado en lienzos de arena.
No son más que dos años, no es más que un poco de barba. Ser supervisor de vendedores y esperar, sin poesía, siempre en el mostrador, frente a la puerta, después del almuerzo, por si regresaban los pasos tímidos, los jeans anchos, la piel blanca y el silencio. Hasta salir en la noche, ver los toldos, ver los pasos, ver la estela.
Ahora la imagino caminando hacia la estación hace pocas horas, con una franela que regresó con la primavera. Alguien ajusta el reloj, prueba el funcionamiento de su teléfono celular, imagina que el plan se cumple. Ella espera en el andén. Deja que las puertas se deslicen, se desliza ella adentro, busca un asiento, no lo consigue. Alguien ajusta las correas de un morral oscuro, azul o verde y espera el impacto. Ella ve el morral y no sabe que adentro late su destino. El resto de los pasajeros la lleva hasta uno de los mástiles de aluminio. Ella se aferra. La costumbre.
La señal tiene que salir del teléfono, y sale. Dentro del bolso, una carga de explosivos debe recibirla, y lo hace. Silencio de sellos bíblicos, inviolable. Silencio incluso mientras ella se deshace.
Ella era como el viento y por un minuto, dos años atrás logré cercarla, atraparla, me miento. Ella era como el viento y tenerla no podía ser más que un espejismo, me resigno.
Gracias por recordala
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