viernes, 31 de octubre de 2014

Misa de Gallo, Machado de Assis


Nunca pude comprender la conversación que tuve con una señora, hace muchos años, tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Habiendo convenido con un vecino que iríamos a la misa del gallo, preferí no dormir; quedamos en que yo iría a despertarle a la medianoche.

La casa en que yo estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado, en primeras nupcias, con una de mis primas. La segunda mujer, Conceição, y la madre de esta me acogieron bien cuando vine de Mangaratiba a Rio de Janeiro, meses antes, a estudiar preparatorios. Vivía tranquilo en aquella casa de dos pisos de la Rua do Senado, con mis libros, pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña, el escribano, la mujer, la suegra y dos esclavas. Viejas costumbres. A las diez de la noche todos estaban en las habitaciones; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y más de una vez, al escucharle decir a Meneses que iba al teatro, le pedí que me llevara con él. En esas ocasiones, la suegra hacía una mueca, y las esclavas se reían disimuladamente; él no respondía, se vestía, salía y solo regresaba a la mañana siguiente. Más tarde supe que el teatro era un eufemismo en acción. Meneses tenía amoríos con una señora, separada del marido, y dormía fuera de casa una vez a la semana. Conceição había sufrido, a principio, con la existencia de la concubina; pero al fin, se resignó, se acostumbró, y acabó creyendo que era muy correcto.

¡La buena Conceição! La llamaban "la santa", y se merecía el título, tan fácilmente soportaba los olvidos del marido. En verdad, tenía un temperamento moderado, sin extremos, ni grandes lágrimas, ni grandes risas. En el capítulo de que trato, le daba para mahometana; aceptaría un harén, con las apariencias resguardadas. Que Dios me perdone, si la juzgo mal. Todo en ella era tenue y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, lo perdonaba todo. No sabía odiar; quizá no supiera amar.

En aquella noche de Navidad, fue el escribano al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo ya debería estar en Mangaratiba, de vacaciones; pero me quedé hasta la Navidad para ver "la misa del gallo en la Corte". La familia se retiró a la hora acostumbrada; yo me metí en la sala del frente, vestido y listo. Desde allí pasaría al pasillo de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Tenía tres llaves la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra, la tercera se quedaba en casa.

—Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted durante todo ese tiempo? Me preguntó la madre de Conceição.

—Leo, doña Inácia.

Tenía conmigo una novela, Los Tres Mosqueteros, vieja traducción creo del Jornal do Comércio. Me senté a la mesa que había en el centro de la sala, y a la luz de una lámpara de querosene, mientras la casa dormía, subí una vez más al caballo flaco de D'Artagnan y me marché a las aventuras. Dentro de poco estaba completamente ebrio de Dumas. Los minutos volaban, al contrario de lo que suelen hacer cuando son de espera; oí cuando sonaron las once, pero casi sin notarlas, una casualidad. Sin embargo, un pequeño rumor que oí adentro vino a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el pasillo que iba desde la sala de visitas hasta el comedor; levanté la cabeza; poco después se asomó a la puerta de la sala el bulto de Conceição.

—¿Aún no te has ido? —preguntó ella.

—No, parece que aún no es medianoche.

—¡Qué paciencia!

Conceição entró en la sala, arrastrando las zapatillas de la alcoba. Llevaba puesta una bata blanca, mal atada a la cintura. Siendo delgada, tenía un aire de visión romántica, no disparatada con mi libro de aventuras. Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que estaba delante de mí, cerca del canapé. Como le pregunté si le había despertado, sin querer, haciendo ruido, me respondió con presteza:

—¡No! ¡Qué va! Me desperté por despertar.

La miré fijamente un poco y dudé de la afirmación. Los ojos no eran de una persona que hubiera acabado de dormir; parecía que aún no habían dormido. Esa observación, sin embargo, que valdría algo en otro espíritu, deprisa la descarté, sin advertir que tal vez no hubiera dormido justamente por mi causa, y hubiera mentido para no afligirme o molestarme. Ya he dicho que ella era buena, muy buena.

—Pero ya debe ser casi la hora —dije yo.

—¡Qué paciencia la tuya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No tienes miedo de almas del otro mundo? Me di cuenta de que te asustaste al verme.

—Cuando oí los pasos me pareció raro; pero usted apareció en seguida.

—¿Qué estabas leyendo? No me lo digas, ya lo sé, es la novela de los Mosqueteros.

—Justamente: es muy bonita.

—¿Te gustan las novelas?

—Sí, me gustan.

—¿Ya has leído la Moreninha?

—¿Del doctor Macedo? La tengo allí en Mangaratiba.

—A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas has leído?

Empecé a decirle los nombres de algunas. Conceição me oía con la cabeza reclinada en el respaldo, metiendo los ojos por entre las pálpebras entrecerradas, sin quitarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios para humedecerlos. Cuando terminé de hablar, no me dijo nada; nos quedamos así durante algunos segundos. En seguida, la vi enderezar la cabeza, cruzar los dedos y sobre ellos reposar el mentón, con los codos en los brazos de la silla, todo sin desviar de mí los grandes ojos astutos.

"Tal vez esté aburrida", pensé yo.

Y luego alto:

—Doña Conceição, creo que ya es hora, y yo...

—No, no, aún es temprano. Acabo de mirar el reloj, son las once y media. Hay tiempo. ¿Tú, después de perder la noche, eres capaz de dormir de día?

—Ya lo he hecho.

—Yo, no; después de perder una noche, al otro día estoy que no puedo, y, media hora que sea, he de pasarla dormida. Pero, también, me estoy haciendo vieja.

—¡Qué va a estar vieja, doña Conceição!

Tal fue el calor de mi palabra que le hizo sonreír. De costumbre tenía los gestos demorados y las actitudes tranquilas; ahora, sin embargo, se incorporó rápidamente, pasó al otro lado de la sala y dio algunos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho del marido. Así, con el desaliño honesto que traía, me daba una impresión singular. Aunque delgada, tenía no sé qué balanceo en el andar, como a quien le cuesta llevar el cuerpo; ese aspecto nunca me pareció tan distinguido como aquella noche. Paraba algunas veces, examinando una parte de la cortina o arreglando la posición de algún objeto en el aparador; al fin se detuvo, delante de mí, con la mesa en medio. Estrecho era el círculo de sus ideas; volvió al asombro de verme esperar despierto; yo le repetí lo que ella sabía, o sea, que nunca había escuchado la misa del gallo en la Corte, y no quería perdérmela.

—Es la misma misa del campo; todas las misas se parecen.

—Me lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Mire, la Semana Santa en la Corte es más bonita que en el campo. San Juan no digo, ni Santo Antonio...

Poco a poco, se había reclinado; había clavado los codos en el mármol de la mesa y metió la cara entre las manos espalmadas. Como las mangas no estaban cerradas, se cayeron naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros, y menos delgados de lo que se podrían suponer.

La vista no era nueva para mí, aunque tampoco fuera común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Las venas eran tan azules, que a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi sitio. La presencia de Conceição me espabiló aún más que el libro. Seguí diciéndole lo que pensaba de las fiestas del campo y de la ciudad, y de otras cosas que me iban viniendo a la boca. Hablaba enmendando los asuntos, sin saber por qué, variándolos o volviendo a los primeros, y riéndome para hacerle sonreír y verle los dientes que lucían de blancos, todos igualitos. Los ojos de ella no eran exactamente negros, pero oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva le daba al rostro un aire interrogativo. Cuando yo subía un poco la voz, ella me reprimía:

—¡Más bajo! mamá puede despertarse.

Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca se quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar alto para ser escuchado: cuchicheábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la frente un poco fruncida. Al final, se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta a la mesa y vino a sentarse a mi lado, en el canapé. Me di la vuelta y pude ver, furtivamente, la punta de las zapatillas; pero fue solo el tiempo que ella gastó en sentarse, la bata era larga y en seguida se las cubrió. Me acuerdo de que eran negras. Conceição dijo bajito:

—Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero; si se despertara ahora, pobre, no se dormiría tan temprano.

—Yo también soy así.

—¿Qué? —preguntó ella inclinando el cuerpo, para escuchar mejor.

Fui a sentarme en la silla que se quedaba al lado del canapé y le repetí la palabra. Se rió de la coincidencia; también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.

—Hay ocasiones en que soy como mamá; una vez que me despierto, me cuesta volver a dormir, me doy la vuelta en la cama, inútilmente, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.

—Fue lo que le sucedió hoy.

—No, no —atajó ella.

No entendí la negativa; ella puede ser que tampoco la entendiera. Sujetó las puntas del cinturón y se golpeó con ellas las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después se refirió a una historia de sueños, y me afirmó que solo había tenido una pesadilla, de niña. Quiso saber si yo las tenía. La conversación se reató así lentamente, largamente, sin que yo me diera cuenta de la hora ni de la misa. Cuando yo acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba nuevamente la palabra. De cuando en cuando, me reprimía:

—Más bajo, más bajo...

Había también unas pausas. Dos otras veces, me pareció que la veía dormir; pero los ojos, cerrados por un instante, se abrían en seguida sin sueño y sin fatiga, como si ella los hubiera cerrado para ver mejor. Una de esas veces creo que dio por mí embebido en su persona, y me acuerdo de que los volvió a cerrar, no sé si apresurada o lentamente. Hay impresiones de esa noche, que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me confundo. Una de las que aún tengo frescas es que, en cierta ocasión, ella, que era tan solo simpática, se volvió linda, se volvió lindísima. Estaba de pie, los brazos cruzados; yo, en respecto a ella, quise levantarme; no lo consintió, puso una de las manos en mi hombro, y me obligó a estar sentado. Advertí que iba a decir algo; pero se estremeció, como si le diera un calofrío, se dio la vuelta y fue a sentarse en la silla en que me encontró leyendo. Desde allí dirigió la mirada al espejo, que se quedaba encima del canapé, habló de dos pinturas que colgaban de la pared.

—Estos cuadros se están quedando viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compre otros.

Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del principal negocio de este hombre. Uno representaba a "Cleópatra"; no me acuerdo del tema del otro, pero eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecían feos.

—Son bonitos —dije yo.

— Bonitos lo son; pero están manchados. Y además, francamente, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Estas son más propias para la sala de un muchacho o de un barbero.

—¿De un barbero? Usted nunca fue a una barbería.

—Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de muchachas y de noviazgos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia no lo veo propio. Es lo que yo pienso; pero yo pienso mucha cosa así, rara. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Virgen, Nossa Senhora da Conceição, mi madrina, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo lo quiero. Está en mi oratorio.

La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que quizás fuera tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero en seguida la cerré para oír lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal blandura que traía pereza a mi alma y me hacía olvidar la misa y la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y muchacha. En seguida se refería a unas anécdotas de baile, unos casos de paseo, reminiscencias de Paquetá, todo de mezcla, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los negocios de la casa, de los fastidios de familia, que le decían ser muchos, antes de casarse, pero no eran nada. No me lo contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.

Ya ahora no cambiaba de lugar, como a principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y comenzó a mirar vanamente a las paredes.

—Tenemos que cambiar el papel de la sala, dijo al poco rato, como si hablara consigo misma.

Asentí, para decir algo, para salir de la especie de sueño magnético, o de lo que quiera que fuera que me paralizaba la lengua y los sentidos. Quería y no quería terminar la conversación; hacía un esfuerzo para apartar los ojos de ella, y los apartaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera aburrimiento, cuando no lo era, me llevaba los ojos otra vez a Conceição. La conversación se iba muriendo. En la calle, el silencio era completo.

Llegamos a quedarnos por algún tiempo —no puedo decir cuánto— completamente callados. El rumor único y escaso, era un roer de ratoncillo en el despacho, que me despertó de aquella especie de soñolencia; quise hablar de él, pero no encontré manera. Conceição parecía devanear. Súbitamente, oí un golpe en la ventana, del lado de afuera, y una voz que bramaba: «¡Misa del gallo! ¡Misa del gallo!»

—Ahí está el compañero —dijo ella levantándose—. Tiene gracia; quedaste en ir a despertarlo y es él el que viene a despertarte. Anda, que ya debe ser la hora; adiós.

—¿Ya será la hora? —pregunté.

—Naturalmente

—¡Misa del gallo! —repitieron desde afuera, golpeando. 
— Vete, vete, no te hagas esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.

Y con el mismo balanceo del cuerpo, Conceição se metió por el pasillo hacia adentro, pisando mansito. Salí a la calle y encontré al vecino que esperaba. Nos dirigimos desde allí hacia la iglesia. Durante la misa, la figura de Conceição se interpuso más de una vez, entre el cura y yo; que quede esto a cuenta de mis diecisiete años. A la mañana siguiente, a la hora de la comida, le hablé de la misa del gallo y de la gente que estaba en la iglesia sin excitar la curiosidad de Conceição. Durante el día, la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que me hiciera recordar la conversación de la víspera. Por el Año Nuevo me fui a Mangaratiba. Cuando volví a Rio de Janeiro en marzo, el escribano se había muerto de apoplejía. Conceição vivía en el Engenho Novo, pero ni la visité ni la encontré. Oí más tarde que se había casado con el escribiente juramentado del marido.


Traducido del portugués por Diana Sorgato  
Obra: Clotilde sentada en un sofá, Joaquiín Sorolla.

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