En un bosque tan frondoso que aún de día estaba oscuro, el rey Clodoveo cabalgaba a la cabeza de su ejército, de retorno de la guerra. El rey estaba preocupado: sabía que a un cierto punto el bosque debía terminar y entonces él habría llegado a la vista de la capital de su reino, Arbolburgo. A cada vuelta del sendero esperaba descubrir las torres de la ciudad. Nada, todo lo contrario. Hacía mucho tiempo que avanzaban en el bosque y éste, sin embargo, no daba señales de terminar.
-No se ve -dice el rey a su viejo escudero Amalberto-, no se ve todavía...
Y el escudero:
-A la vista sólo tenemos troncos, ramas retorcidas, frondas, matas y zarzales. Majestad, ¿cómo podemos esperar ver la ciudad a través de un bosque tan denso?
-No recordaba que el bosque fuera así de extenso e intrincado -refunfuñaba el rey. Se hubiera dicho que mientras él estaba lejos la vegetación hubiese crecido desmesuradamente, enroscándose e invadiendo los senderos.
El escudero Amalberto tuvo un sobresalto.
-¡Allá está la ciudad!
-¿Dónde?
-He visto aparecer a través de las ramas la cúpula del palacio real. Pero no logro divisarla ahora.
Y el rey:
-Estás soñando. No se ve más que palos.
Pero en la vuelta siguiente fue el rey quien exclamara:
-¡Eh! ¡Es allí! ¡La he visto! ¡Las verjas del jardín real! Las garitas de los centinelas!
Y el escudero:
-¿Dónde, dónde, Majestad? No veo nada...
Ya la mirada del rey Clodoveo giraba desorientada alrededor.
-Allí... No... Sin embargo, la había visto... ¿Dónde ha ido a parar?
La sombra se adensaba entre los árboles. El aire se volvía siempre más oscuro. Y entre las ramas más altas se oyó un batir de alas, acompañado de un extraño canto:
-Coac... Coac... -Un pájaro de colores y formas jamás vistos revoloteaba en el bosque. Tenía plumas tornasoladas como un faisán, grandes alas que se agitaban en el aire como las de un cuervo, un pico largo como el de un pájaro carpintero y una cresta de plumaje blanco y negro como el de una abubilla.
-¡Eh, atrápenlo! -gritó el rey-. ¡Eh, se nos escapa! ¡Sigámoslo!
El ejército, en filas compactas, dirigió su marcha de modo de seguir el vuelo del pájaro, giró a la izquierda, giró a la derecha, retrocedió. Pero el pájaro ya había desaparecido. Se oyó todavía el "Coac... Coac...", alejándose después el silencio.
El camino se les hacía penoso. Dijo el rey:
-Las ramas nos obstaculizan la marcha. No nos queda más que descabalgar o rasguñarnos con ellas.
Y el escudero:
-¿Ramas? Estas son raíces, Majestad.
-Si estas son raíces -replicó el rey- entonces nos estamos adentrando en la tierra.
-Y si éstas fueran ramas, -insistió el viejo Amalberto-, entonces hubiéramos perdido de vista el suelo y estaríamos suspendidos en el aire.
Reapareció el pájaro. O mejor dicho, se vio volar su sombra y se sintió una "Coac...Coac..."
-Este extraño pájaro nos guía -dijo el rey-. ¿Pero adónde?
-Tanto vale seguirlo, señor -dijo el escudero-. Desde hace rato hemos perdido el camino. Todo está oscuro.
-¡Enciendan las linternas! -ordenó el rey, y la fila de soldados se desanudó por el bosque como una bandada de luciérnagas.
Todo aquel día la princesa Verbena había mirado con catalejo el horizonte desde el balcón del palacio real de Arbolburgo, esperando el retorno de la guerra del rey Clodoveo, su padre. Pero fuera de los muros de la ciudad el bosque era tan espeso como para esconder a un ejército en marcha. En ese momento a Verbena le había parecido ver una fila de alabardas y de lanzas despuntando entre las ramas, pero debía estar equivocada. Allí, ahora le parecía que algunos yelmos se asomaban entre las hojas.... No, era un engaño de sus ojos.
Durante la ausencia del rey Clodoveo, el bosque allí abajo se había vuelto cada vez más espeso y amenazador, como si el reino vegetal quisiera asediar los muros de Arbolburgo. Y al mismo tiempo, en el interior de la ciudad, todas las plantas se habían marchitado, habían perdido las hojas y se habían muerto. La ciudad no era la misma desde que la reina Ferdibunda, segunda mujer del rey Clodoveo y madrastra de Verbena, en ausencia del marido, había tomado el mando asistida por su primer ministro Curvaldo.
Verbena pensaba: "Querría fugarme de aquí, salir al encuentro de mi padre". Pero, ¿cómo hacerlo en ese bosque impenetrable?
La reina Ferdibunda, que espiaba a Verbena detrás de una cortina, murmuró al primer ministro:
-Comienza a perder las esperanzas nuestra princesita. Los días pasan, los súbditos están cansados de esperar a un rey que no vuelve. Y yo también estoy cansada, Curvaldo. Es tiempo de dar vía libre a nuestra conjura.
Curvaldo sonrió maliciosamente.
-Los conjurados están prestos a reunirse en los lugares convenidos, reina mía, para después marchar sobre el palacio real y...
-...y proclamarte rey, Curvaldo -terminó Ferdibunda la frase.
-Si así lo quiere mi reina... -y Curvaldo, siempre sonriendo maliciosamente, inclinó la cabeza.
-Entonces -dijo la reina- arma tu trampa, Curvaldo, y advierte a tus hombres, es la hora.
Pero Curvaldo prefería proceder con cautela. En Arbolburgo los fieles del rey eran todavía numerosos, y vigilaban. Las calles de la ciudad eran rectas y estaban expuestas a las miradas de todos: las idas y venidas de los conjurados serían rápidamente vistas por mucha gente.
La reina estaba impaciente.
-¿Qué piensas hacer, Curvaldo?
El primer ministro tenía un plan.
-Nuestros movimientos deben desenvolverse fuera de los muros de la ciudad -decidió-. Nos desplazaremos de una puerta a la otra por los caminos exteriores que pasan por el bosque. Sin ser vistos, los conjurados circundarán la ciudad.
Saliendo de la puerta norte, Ferdibunda y Curvaldo dieron órdenes a sus secuaces:
-Divídanse en dos grupos: uno rodeará la ciudad por el este y el otro por el oeste. A las nueve y cuarto precisamente penetrarán en Arbolburgo por las puertas laterales. Nosotros dos, entretanto, con un rodeo más largo, iremos hasta la puerta sur y desde allí haremos nuestra entrada triunfal a la ciudad, a las nueve y media en punto.
Habiendo dicho esto, la reina y el ministro se alejaron por un sendero trazado en forma de anillo en torno a Arbolburgo, apenas afuera de los muros. A decir verdad, mientras más avanzaban ellos, más parecía el sendero desprenderse de la ciudad. La reina comenzó a preguntarse si acaso no habían equivocado el sendero.
-No temas, -dijo Curvaldo- más allá de aquella vuelta, doblada la colina, estaremos cerca de los muros.
Y continuaron por el sendero.
-Eso, hay todavía un desvío, pero seguramente más allá volveremos al camino principal.
El sendero ya subía, ya bajaba.
-Apenas superados estos desniveles, nos encontraremos en la dirección correcta -decía Curvaldo, pero entretanto oscuros presentimientos invadían el ánimo de la reina. Veía la maraña de la vegetación adentrándose como la trama de su traición, como si sus pensamientos fueran a embrollar la ciudad en un enredo inextricable.
Mientras tanto un pájaro de una especie jamás vista voló entre las ramas emitiendo un reclamo estridente:
-"Coac... Coac..."
-Qué extraño pájaro -dijo Ferdibunda-. Parece que nos esperara, que deseara hacerse atrapar.
No, el pájaro volaba de rama en mata, se escondía, volvía a aparecer. Siguiéndolo la reina y Curvaldo se encontraron en un sendero más espacioso, aunque más oscuro y todo curvas.
-Está cayendo la noche... ¿Dónde estamos?
El pájaro se dejó oír aún:
-"Coac... Coac..."
-Sigamos el canto del pájaro -dijo Curvaldo-, por aquí, ven.
Mientras tanto, en otra parte del bosque, también al rey Clodoveo le parecía oír el canto del pájaro. En aquella noche sin estrellas, en aquel laberinto de áspera corteza nudosa, el "Coac... Coac..." era el único signo hacia el cual dirigir los propios pasos. El aceite de las linternas se había acabado, pero los ojos de los soldados se habían vuelto luminosos como los de los búhos y su resplandor constelaba la oscuridad. El ejército en marcha no emitía más un sonido metálico sino un frufrú como si entre las armas y las corazas y los escudos hubiese crecido follaje. El viejo escudero Amalberto ya sentía crecer el musgo sobre su espalda.
-¿Dónde estará mi ciudad? -se preguntaba el rey Clodoveo-. ¿Y mi trono? ¿Y mi hija Verbena?
Verbena estaba en aquel momento bajo la morera de su patio. Esta vieja morera era el único árbol que había quedado con vida en toda la ciudad. Los pájaros, desde tanto desaparecidos de los árboles de Arbolburgo, venían todavía a visitar las ramas de la morera en la estación de las moras. He aquí que entonces un pájaro de formas y colores jamás vistos viene agitando las alas, a posarse cerca de Verbena. Graznó:
-"Coac... Coac..."
-Pájaro, si pudiera volar contigo fuera de esta jaula... -suspiraba Verbena-. Si pudiera seguirte en tu vuelo... Pero, ¿dónde estás ahora? ¿Te has escondido? ¡Espérame! ¡No me dejes aquí!
El tronco de la vieja morera estaba todo retorcido, lleno de sinuosidades, excavado por los siglos. Girar en torno a su tronco parecía cuestión de un instante, pero en cambio Verbena tuvo que salvar raíces que sobresalían, inclinarse bajo ramas bajas. Parecía que el árbol quisiera tomarla bajo su protección, atraerla hacía el río de savia que a través de corrientes subterráneas se ligaba con el bosque.
-"Coac... Coac...”
-Ah, has volado hasta allá abajo -dijo Verbena-. Pero, ¿en dónde estoy? Quería sencillamente rodear el tronco y me he perdido entre sus raíces. Hay un bosque subterráneo que levanta los fundamentos de la ciudad... ¿Adónde he ido a parar?
Verbena no lograba comprender si había quedado prisionera dentro del tronco de la morera o entre las raíces enterradas o bien si había salido completamente afuera de la ciudad, al bosque amenazador que tanto la atemorizaba... al bosque libre que tanto la atraía.
Un joven llamado Arándano se acercaba a los muros de Arbolburgo y gritaba un llamado:
-¡Eh, los de la ciudad! ¡Centinelas de guardia en los muros! ¿Me oyen?
Pero ninguno asomaba la cara.
Arándano estaba acostumbrado a llegar a la ciudad desde el bosque y a ver aparecer en lo alto y sobre los árboles las torres, los balcones, las pérgolas, los miradores, las verandas. Pero esta vez se encontraba el bosque tan crecido que sobre su cabeza no veía más que ramas retorcidas que parecían raíces.
-¡Respóndanme! -gritaba Arándano-. ¡Digan algo! ¡Hagan una señal! ¿Cómo puedo llevarles nuevamente los cestos de frutillas silvestres, de robellones, de bayas? ¡Eh, los de la ciudad! ¿Cómo haré para volver a ver a la bella muchacha que un día se asomó a un balcón y aceptó en regalo un ramo de madreselvas?
Buscando ver más lejos, Arándano subió sobre ramas más altas pero la maraña parecía espesarse más bien que dejar espacio a la luz.
-¡Oh! ¡Qué extraño pájaro! -exclamó de repente Arándano.
Y el pájaro:
-"Coac... Coac..."
El bosque era aquella mañana un serpentear de senderos y de pensamientos de personas perdidas. El rey Clodoveo pensaba: "¡Oh, ciudad inalcanzable! Me enseñaste a caminar por tus caminos rectos y luminosos y, ¿de qué me sirve eso? Ahora debo abrirme paso por senderos serpenteantes y enmarañados y me he perdido..."
Y los pensamientos de Curvaldo eran éstos: "Más tortuoso el camino, más conviene a nuestros planes. Todo consiste en encontrar el punto en el cual las curvas, a fuerza de curvarse, coinciden con los caminos rectos. Entre todo el nudo de senderos que se enredan en el bosque, éste es el nudo del cual no encuentro el cabo".
En cambio Verbena pensaba: "¡Huir, huir! ¿Pero, por qué mientras más me interno en el bosque más me parece estar prisionera? La ciudad de piedra escuadrada y el bosque enmarañado siempre me parecieron enemigos y separados, sin comunicación posible. Pero ahora que he encontrado el pasaje me parece que se transforman en una sola cosa. Querría que la savia del bosque atravesase la ciudad y llevase la vida entre sus piedras, querría que en el medio del bosque se pudiese ir y venir y encontrarse y estar juntos como en una ciudad..."
Los pensamientos de Arándano eran como en un sueño: "Querría llevar a la ciudad las frutillas del bosque, pero no en un cesto: querría que las mismas frutillas se movieran, como un ejército bajo mi mando, que marchasen sobre sus propias raíces hasta las puertas de la ciudad. Querría que los ramos cargados de moras se encaramaran por los muros, querría que el romero y la salvia y la albahaca y la menta invadiesen las calles y las plazas. Aquí en el bosque la vegetación sofoca de tan densa, mientras que la ciudad permanece cerrada e inalcanzable como una árida urna de piedra".
Curvaldo aguzó el oído.
-Oigo pasos como de un ejército en marcha.
Ferdibunda aguzó la vista.
-¡Cielos! ¡Es mi marido, el rey, a la cabeza de sus tropas! ¡Escondámonos!
El escudero Amalberto había percibido algo raro.
-Majestad, siento que alguien se esconde entre los árboles y espía nuestros pasos.
Y el rey Clodoveo:
-Estamos en guardia.
Súbitamente Arándano fue interrumpido en sus ensoñaciones.
-¡Oh! ¡Qué veo! -se le había aparecido la muchacha que había visto una vez en el balcón. La llamó:
-¡Eh, muchacha!
Verbena se volvió.
-¿Quién me llama?
-Yo, Arándamo. Llevaba los frutos del bosque a la ciudad, pero me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac.
-Yo soy Verbena. Vengo de la ciudad, o más bien me escapo de ella y también me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac... Ah, pero tú eres aquel joven que un día me regaló un ramo de madreselvas y me parecía que era el bosque mismo que llegaba hasta mí para darme un mensaje... Escucha, ¿sabes decirme dónde estamos? Había descendido por las raíces y ahora me encuentro como suspendida.
-No lo sé. Me había trepado por las ramas y ahora me encuentro como engullido en un laberinto...
Quería decirle, además: "Pero estando tú aquí, Verbena, lo mejor de la ciudad y del bosque están finalmente reunidos" pero le parecía un poco atrevido y no lo dijo.
Verbena quería decirle: "Tu sonrisa, Arándano, me hace pensar que donde tú estás el bosque pierde su aspecto selvático y la ciudad es más árida y despiadada". Pero no sabía si la habría entendido y dijo solamente:
-Pero, ¿cómo haces para estar abajo, si dices que estás sobre las ramas?
En efecto, Verbena veía a Arándano como hundido en un pozo... pero en el fondo de aquel pozo estaba el cielo.
-Y tú, ¿cómo haces para haber llegado tan alto, siempre descendiendo, mientras que yo no he hecho otra cosa que subir?
Arándano se puso a reflexionar, y agregó después:
-Pensándolo bien la solución no puede ser más que una.
-¿Cuál?
-Este bosque tiene las raíces arriba y las ramas abajo.
Y Verbena y Arándano comenzaron juntos a dar vueltas y contra-vueltas entre las ramas.
-Este es el arriba y aquél es el abajo... No, éste es el abajo y aquél es el arriba...
-Tienes razón -admitió Verbena-. Pero yo he descubierto otro secreto.
-Dímelo.
-¿Ves este árbol todo retorcido? Si giras alrededor de él en este sentido verás el bosque al revés, si giras en sentido contrario, el arriba y el abajo se trastornarán de nuevo.
Los dos jóvenes hablaban, hablaban, comunicándose sus descubrimientos, y no se daban cuenta de ser espiados por los ojos gélidos de la reina madrastra.
Ferdibunda fue rápidamente a advertirle a Curvaldo.
-La princesita ha escapado de la ciudad. Hay que impedirle que descubra nuestra conjura y que vaya al encuentro de su padre para advertirlo. Aquel joven guardabosque debe ser su cómplice. Debemos capturarlos.
Curvaldo mostró los dientes en una sonrisa que no prometía nada bueno.
-A ella la sepultaremos bajo las raíces. A él lo colgaremos de la rama más alta.
La reina estuvo inmediatamente de acuerdo.
-Mientras tanto yo me presentaré al rey para intentar detenerlo un poco.
Súbitamente Ferdibunda corrió al encuentro de Clodoveo.
-¡Mi real consorte, bienvenido!
-¿A quién veo? -exclamó el rey-. ¿Mi mujer, la reina Ferdibunda? ¿Qué haces aquí?
-¿Y adónde querrías que estuviese sino aquí, esperándote? ¿No es éste quizás nuestro palacio?
-¿Nuestro palacio? No veo más que un bosque todo espinas de las que no logro desenredarme... ¿Acaso tengo alucinaciones?
Y se dirigió al escudero para confirmar sus impresiones. El viejo Amalberto extendió los brazos y dobló hacia afuera el labio inferior, como alguien que no comprende nada.
-¿Cómo? -insistía Ferdibunda-. ¿No ves los pórticos, los escalones, los salones, los lampadarios, los cortinajes, los tapices, los terciopelos, los damasquinados, tu trono con almohadón de plumas sobre el que reposarás de las fatigas de la guerra?
El rey meneaba la cabeza.
-Yo no toco más que corteza húmeda, matas, musgo, palos... ¿Habré perdido la razón? Pero si este es el palacio, ¿dónde está mi hija Verbena?
-Ay de mí -dijo la reina- debo darte una noticia muy triste... Verbena...
-¿Qué dices? ¿Verbena...?
-Al pie de uno de estos árboles encontrarás su tumba. Busca entre las raíces.
- ¡No! ¡No puede ser! ¡Verbena! ¿Dónde estás? -y el rey se puso a buscarla, desesperado.
-¡Padre mío... estoy aquí! -gritó Verbena apareciendo en el extremo de una rama alta-. ¡Finalmente te he encontrado!
-¡Hija mía! ¡Entonces no estás muerta!... ¿Dónde estoy, dónde estamos?
-No hay tiempo que perder -le explicó Verbena- hay un pasaje secreto a través del cual las ramas más altas del bosque comunican con las raíces de la morera que crece en nuestro patio, bien al centro de la ciudad. ¡Sube! ¡Rápido! ¡Te salvarás de la conjura de la madrastra traidora y recuperarás el trono!
Y el rey, siguiendo a su hija, después de algunas vueltas hacia arriba y hacia abajo, desapareció detrás de ella en lo alto de las ramas, seguido de sus soldados.
Curvaldo, cuando vio al rey y su ejército treparse sobre los árboles, se quedó sorprendido; después se refregó las manos de alegría.
-¡Bien, se metieron en la trampa ellos mismos! Ahora no tienen más vía de escape! -y súbitamente se puso a dar órdenes a sus secuaces-. ¡Rodeen los árboles! ¡Los atraparemos como gatos! ¡O abatiremos los árboles para hacerlos caer! Pero ¿qué sucede?
Sobre las ramas no había ninguno. El rey y los soldados habían desaparecido todos, como si hubieran volado.
Curvaldo sintió que le tiraban de la manga. Era Arándano.
-¡Señor ministro, puedo enseñarle un pasaje secreto para llegar a la ciudad!
Para Curvaldo fue como si hubiese visto un fantasma.
-¿Qué haces tú aquí? ¿No te había colgado de la rama más alta?
-La rama más alta era en realidad la raíz más baja. Y un pájaro me liberó de las cuerdas a golpes de pico.
-No entiendo más nada. ¿Dónde está ese pasaje secreto? ¡Debo ocupar la ciudad lo más rápidamente posible, antes que el rey...! ¡Fieles míos, síganme! ¡Y tú también, reina!
Y Arándano:
-Sigan las raíces hasta el final, donde más se adelgazan...
Creyendo seguir una raíz hasta sus extremos, Curvaldo y Ferdibunda se encontraron sobre la punta de una rama.
-Pero esto no es un pasaje subterráneo... Estamos en el vacío... ¡La rama cede, me caigo, ayúdenme!
Cayéndose, tuvieron tiempo de ver el pájaro que revoloteaba en torno.
-Coac... Coac...
Mientras tanto, en la sala del palacio, el rey Clodoveo festejaba su propio retorno al trono.
-Hija mía, tú y este bravo joven me han salvado.
Pero Arándano tenía un semblante triste.
-No sabía que eras la hija del rey. ¡Ahora deberé dejarte!
-Padre mío -dijo Verbena al rey- ¿quieres que el encantamiento que aprisiona la ciudad y el bosque termine?
-Claro: estoy viejo y he sufrido mucho.
-Arándano y yo queremos casarnos y unir ciudad y bosque en un solo reino.
-La corona me pesa -dijo el rey- y estaba pensando precisamente en abdicar.
Verbena dio un salto de alegría.
-¡De ahora en adelante la ciudad y el bosque no serán más enemigos!
Arándano saltó todavía más alto.
-¡Pongamos banderas y festones por la gran fiesta sobre todas las ramas!
-¡Pero si ésta es una raíz!
-¡Es una rama!
-¡Es una raíz!
-¡Es una rama...!
En Ciudad Seva
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