Vivía recluido en una cueva profunda, lóbrega, en el mismo corazón de
una montaña rocosa, alimentándose tan sólo de murciélagos, ratas y
mantillo. Es verdad que, ocasionalmente, algún cazador de estalactitas o
algún viajero curioso llegaba merodeando hasta la cueva, y su visita
acababa resultando un verdadero festín. Entre sus recuerdos más
placenteros se contaba el de un bandolero que trataba de escapar a la
justicia y el de dos perros que alguien había soltado en la cueva con el
fin de asegurarse de que existía un pasadizo que llegaba hasta el otro
lado de la montaña. La naturaleza en torno a aquel lugar era salvaje,
las rocas estaban salpicadas de nieve porosa y unas cascadas batían el
aire con su rugido helado. El había sido incubado hacía unos mil años y,
quizás porque su llegada a la vida se produjo de forma bastante
inesperada -el inmenso huevo se rompió gracias al impacto de un
relámpago en una noche de tormenta-, el dragón resultó ser más bien
cobarde y no demasiado inteligente. Además, la muerte de su madre le
había afectado mucho… Durante mucho tiempo su madre había sido el terror
de los pueblos vecinos, había escupido fuego por su boca, provocando el
enfado del rey que consecuentemente ordenó que su guarida estuviera
constantemente vigilada por caballeros, los cuales eran destrozados y
devorados por ella como si fueran nueces. Pero en una ocasión se tragó a
un corpulento jefe real, y después se tumbó a echar la siesta sobre una
roca al sol, y el gran Ganon en persona llegó al galope con su armadura
de hierro, en un corcel negro cubierto de malla de plata. La pobre,
soñolienta, trató de retirarse, su grupa verde y oro llameando como
fuego al viento, pero el caballero cargó contra ella y consiguió
atravesar el suave pecho blanco con su lanza. Ella se derrumbó y
rápidamente el corpulento caballero surgió de la herida rosa, con el
corazón enorme y todavía humeante bajo el brazo.
El joven dragón contempló todo esto escondido detrás de una roca y,
desde entonces, no podía pensar en los caballeros sin ponerse a temblar.
Se retiró a las profundidades de la cueva, de la que nunca salió. Y así
pasaron diez siglos, el equivalente a veinte años para un dragón.
Y entonces, de repente, se sintió presa de una melancolía insoportable…
De hecho, el alimento putrefacto de la cueva le producía problemas
gástricos feroces, dolores y ruidos desagradables. Tardó nueve años en
tomar una determinación, pero finalmente, al décimo año se decidió.
Despacio y con cautela, con un movimiento sinuoso de los anillos de su
cola que se recogían para luego extenderse sobre el suelo, reptó fuera
de su cueva.
De inmediato se dio cuenta de que era primavera. Las rocas negras,
mojadas todavía con la lluvia reciente, brillaban todas; la luz del sol
hervía en el torrente de la montaña; el aire estaba impregnado de caza
salvaje. Y el dragón, olfateando con todas sus fuerzas, empezó su
descenso hacia el valle. Su estómago satinado, blanco como los lirios,
casi rozaba el suelo, unas manchas carmesí destacaban en sus flancos
verdes, y las duras escamas se fundían, en su espalda, en una sierra de
dientes de fuego, una cresta de rojizas grupas dobles que disminuían de
tamaño al llegar a la cola flexible, poderosa y siempre en movimiento.
Su cabeza era suave y verdosa; de su labio inferior, lleno de verrugas,
colgaban burbujas de moco llameantes y sus gigantescas patas cubiertas
de escamas, dejaban a su paso huellas profundas, concavidades en forma
de estrella.
Lo primero que vio al descender al valle fue un tren que viajaba a lo
largo de las laderas rocosas. La primera reacción del dragón fue de
placer, porque confundió al tren con un pariente con el que podía jugar.
No sólo eso, pensó que bajo aquella concha dura y brillante tenía que
haber, con toda seguridad, una carne muy tierna. Así que se dispuso a
seguirlo, con sus pies abofeteando el suelo con un ruido húmedo y seco,
pero, justo cuando estaba a punto de engullir al último vagón, el tren
se metió en un túnel. El dragón se detuvo, introdujo la cabeza en la
guarida negra en la que se había perdido su presa, pero no consiguió
meterse allí dentro. Se despachó con un par de estornudos tórridos que
lanzó en aquellas profundidades y luego sacó la cabeza, se sentó en los
flancos traseros y se dispuso a esperar -quién sabe, a lo mejor volvía a
salir corriendo de aquel agujero. Después de aguardar durante algún
tiempo sacudió la cabeza y emprendió la marcha. Justo en aquel momento
un tren salió a toda velocidad de la guarida negra, emitió un furtivo
relámpago de fulgor en el cristal de sus ventanas, y desapareció tras
una curva. El dragón volvió la vista herido y, alzando la cola como una
pluma, reanudó su viaje.
Caía la noche. La niebla flotaba sobre los campos de hierba. La bestia
gigante, grande como una montaña de verdad, fue vista por algunos
campesinos que regresaban a sus casas, y que quedaron petrificados de
asombro. Un cochecillo que pasaba deprisa por la carretera vio cómo le
explotaban las cuatro llantas de puro miedo, dio una vuelta de campana y
acabó en una zanja. Pero el dragón seguía caminando, sin darse cuenta
de nada; desde lejos le llegaba el aroma cálido de la masa de humanos
concentrados, y hacia allí dirigía sus pasos. Y, de nuevo, contra la
extensión azul del cielo nocturno, se alzaron frente a él las negras
chimeneas de las fábricas, guardianes de una gran ciudad industrial.
Los personajes principales de esta ciudad eran dos: el propietario de la
Compañía de Tabaco Milagro y el de la Compañía de Tabaco Casco de
Hierro. Entre ambos hervía el odio de una hostilidad acerba y antigua
como el tiempo, sobre la que se podría escribir todo un poema épico.
Rivalizaban en todo -en los colores abigarrados de sus anuncios, en sus
técnicas de distribución, en sus precios, en sus relaciones laborales-,
pero no había manera de saber quién era el ganador en esta guerra
continua.
Aquella noche memorable, el propietario de la Compañía Milagro se quedó
hasta muy tarde en su despacho. Junto a él, sobre su mesa, había una
pila de anuncios nuevos, recién salidos de imprenta que los obreros de
la cooperativa iban a pegar por la ciudad al amanecer.
De repente, una campana rompió el silencio de la noche y, unos segundos
más tarde, entró un hombre pálido, macilento, con una verruga como una
bardana en la mejilla derecha. El propietario le conocía: era el dueño
de una taberna modelo que la Compañía Milagro había abierto en las
afueras de la ciudad.
- Van a dar las dos de la mañana, amigo mío. La única justificación que
se me ocurre para su visita ha de ser un acontecimiento de inusitada
importancia.
- Exactamente -dijo el tabernero en un tono tranquilo, aunque la verruga no dejaba de moverse. Esto es lo que contó:
Había echado a la calle a cinco obreros completamente borrachos.
Debían de haber visto algo extraordinariamente raro en el exterior,
porque todos ellos se echaron a reír: «Oh, oh, oh -gruñía una de las
voces-, igual es que he bebido de más, ya que veo ante mis narices,
grande como la vida, la hidra contrarrevoluciona…».
No tuvo tiempo de terminar, porque se produjo un estallido, un ruido
aterrador, poderoso, y alguien dio un grito. El tabernero salió fuera a
ver qué pasaba. Un monstruo, brillando en las tinieblas como una montaña
mojada, se estaba tragando algo enorme, con la cabeza inclinada hacia
atrás, dejando al descubierto su cuello blanquecino que al moverse
conformaba como una cadena de colinas; se tragaba aquello y chupaba los
huesos, sin dejar de balancearse con todo su cuerpo, hasta que
finalmente se acomodó tumbado en medio de la calle.
- Creo que se ha quedado dormido -acabó el tabernero, sujetándose su verruga crispada con el dedo.
El propietario de la fábrica se levantó. Los robustos empastes de sus
muelas destellaban con el fuego dorado de su inspiración. La llegada de
un dragón de carne y hueso no le sugería otro sentimiento distinto del
deseo apasionado que guiaba su existencia entera, el deseo de infligir
una derrota a la compañía rival. -¡Eureka! -exclamó-. Escucha, buen
hombre, ¿hay algún otro testigo?
- No creo -replicó el otro-. Estaba todo el mundo en la cama, y decidí
no despertar a nadie y venir directamente a verle. Para evitar el
pánico.
El propietario de la fábrica se puso el sombrero.
- Espléndido. Coge esto, no, no hace falta que cojas toda la pila,
cuarenta serán suficientes, y trae también esa lata y el cepillo. Y
ahora, muéstrame el camino.
Salieron a la noche oscura y muy pronto se encontraron en la calle
tranquila en cuyo extremo, según el tabernero, reposaba un monstruo.
Primero, a la luz de una solitaria farola amarilla, vieron a un policía
boca abajo en medio de la calzada. Luego se supo que, mientras hacía su
ronda nocturna, se había topado con el dragón y se había dado tal susto
que se quedó boca abajo petrificado en aquella posición. El propietario
de la fábrica, un hombre del tamaño y fuerza de un gorila, lo volvió a
su posición vertical y lo apoyó contra el poste de la farola, y luego se
acercó al dragón. El dragón estaba dormido, como no podía ser menos.
Resulta que los individuos que había devorado estaban empapados en vino,
y se habían reventado entre sus mandíbulas. El alcohol, en un estómago
vacío, se le había subido directamente a la cabeza por lo que había
dejado caer la fina película de sus pestañas con una sonrisa de
beatitud. Estaba tumbado con las patas delanteras recogidas bajo su
panza, y el resplandor de la farola destacaba el brillo de los arcos de
sus dobles protuberancias vertebrales.
- Saca la escalera -dijo el propietario de la fábrica-.
Y yo mismo procederé a pegarlas.
Y escogiendo las zonas planas de los flancos verdes y viscosos del
monstruo, empezó a extender sin prisa pasta de pegar en las escamas de
la piel colocando después en ella enormes carteles de propaganda. Cuando
hubo utilizado todas las hojas disponibles, le dio al tabernero un
apretón de manos significativo y, dando chupadas contundentes a su puro,
volvió a casa.
Y llegó la mañana, una magnífica mañana de primavera dulcificada con una
neblina lila. Y de repente la calle volvió a la vida con un clamor
alegre, excitado, las puertas y también las ventanas se cerraban de
golpe, la gente se apresuraba a bajar a la calle, mezclándose con todos
aquellos que corrían hacia algún lugar sin parar de reírse. Lo que veían
era un dragón que parecía de carne y hueso, cubierto completamente con
anuncios de colores, que no paraba de chasquear su cuerpo contra el
asfalto. Tenía un cartel pegado incluso en la calva coronilla de la
cabeza. «Fume sólo Brand», retozaban las letras azul y carmesí de los anuncios.
«Los locos son los únicos que no fuman mis cigarrillos», «Los
cigarrillos Milagro convierten el aire en miel», «¡Milagro, Milagro,
Milagro!».
Realmente es un milagro, decía la gente sin parar de reír, y cómo lo habrán hecho, ¿será una máquina o habrá gente dentro?
El dragón estaba destrozado después de su borrachera involuntaria. El
vino barato le había revuelto el estómago, se sentía débil, y pensar en
el desayuno lo ponía peor. Además, le atormentaba un agudo sentimiento
de vergüenza, la insoportable timidez de una criatura que se encuentra
por primera vez en presencia y rodeado de una multitud. En verdad que lo
que deseaba en aquel momento era volver lo más pronto posible a su
cueva, pero eso habría sido aún más vergonzante, así que siguió con su
inexorable marcha a través de la ciudad.
Unos hombres que llevaban unos carteles a la espalda le protegían de los
curiosos y de los chavales que querían deslizarse bajo su vientre
blanco, encaramarse a lo alto de su espalda o tocarle el hocico. Había
música, gente que miraba asombrada desde cada ventana, y detrás del
dragón marchaba una procesión de automóviles en fila india, en uno de
los cuales iba repantigado el propietario de la fábrica, el héroe del
día.
El dragón caminaba sin mirar a nadie, consternado ante el regocijo que había provocado.
Mientras tanto, en una oficina soleada, el fabricante rival, el
propietario de la Compañía del Gran Casco de Hierro, recorría sin
descanso y con los puños cerrados, en un gesto de exasperación, una
alfombra suave como el musgo. Junto a una ventana abierta y sin dejar de
observar tamaña procesión, se encontraba su novia, una menuda bailarina
de cuerda floja.
- Esto es un ultraje -gritaba sin cesar el fabricante, un hombre de
mediana edad, calvo, con bolsas azules bajo los ojos-. La policía
debería poner fin a semejante escándalo… ¿Cómo y cuándo ha conseguido
llenar con carteles a ese muñeco relleno?
- Ralph -gritó de repente la bailarina, dando palmadas-. Ya sé lo que
tienes que hacer. En el circo tenemos un número que se llama El Torneo
y…
Con un suspiro tórrido, mirándole desorbitada con sus ojos de muñeca ribeteados de rímel, le contó su plan.
El rostro del fabricante rebosaba de satisfacción. Al minuto siguiente
ya estaba en el teléfono hablando con el manager del circo.
- Ya está -dijo el fabricante, colgando el teléfono-.
El títere está hecho de goma. Veremos lo que queda de él cuando le hayamos dado un buen pinchazo.
Mientras tanto, el dragón había cruzado el puente, la plaza del mercado y
la catedral gótica, que le despertó recuerdos repugnantes, había
continuado por el bulevar principal y cuando se disponía a atravesar una
gran plaza, apareció, abriéndose paso entre la multitud, un caballero
armado, que se dirigía a la carga contra él.
El caballero llevaba una armadura de hierro, con la visera baja, un
penacho fúnebre en el casco y cabalgaba a lomos de un impresionante
caballo negro con cota de malla. Junto a él unas mujeres vestidas de
pajes portaban las armas, con unos pendones pintorescos diseñados a toda
velocidad en los que se anunciaba:
«Gran Casco», «Fume sólo Gran Casco de hierro», «Casco de hierro es el mejor»
El jinete del circo que se hacía pasar por caballero hincó espuelas y
aprestó su lanza. Pero por alguna razón el corcel empezó a retroceder,
echando espuma, y luego, de repente se alzó de manos para acabar
dejándose caer pesadamente sobre sus cuartos traseros. Derribó al
caballero, que cayó al asfalto, con semejante estrépito que hubiera
podido pensarse que alguien había tirado la vajilla entera por la
ventana. Pero el dragón no vio nada de esto. Al primer movimiento del
caballero se detuvo abruptamente, y luego, se dio la vuelta a toda
velocidad, derribando a su paso con la cola a dos ancianas que
contemplaban la escena desde un balcón, y aplastando a los espectadores
que habían comenzado a dispersarse, emprendió la huida. De un salto, se
colocó fuera de la ciudad, voló a través de los campos, trepó como pudo
por las pendientes rocosas, y se zambulló en su caverna sin fondo. Una
vez allí, se dejó caer de espaldas, con las patas encogidas y, mostrando
su blanco y satinado estómago que no dejaba de temblar bajo las oscuras
bóvedas, dio un suspiro profundo, cerró sus ojos asombrados y murió.
«El dragón» («Drakon»), escrito en noviembre de 1924, se publicó por primera vez en traducción francesa de Vladimir Sikorsky.
En Cuentos completos
Prólogo de Dimitri Nabokov, San Petersburgo (Rusia) y Montreux (Suiza), junio 1995
Traducción al español: María Lozano
Alfaguara, 2009