miércoles, 8 de junio de 2016

Los tigres y la fresa sabrosa (Cuento zen)


Buda contó una parábola en un sutra:

Un hombre que viajaba a través de un campo se encontró con un tigre. Y huyó mientras el tigre lo perseguía. Al llegar a un precipicio, se agarró de la raíz de una liana y saltó al otro lado. El tigre lo olfateaba desde arriba. Temblando, el hombre miraba hacia abajo, donde otro tigre lo esperaba para devorarlo. Sólo la liana lo sostenía.
 

Dos ratones, uno blanco y otro negro, poco a poco, empezaron a roer la liana. El hombre vio una linda fresa cerca. Agarrándose bien de la liana con una mano, con la otra cogió la fresa. ¡Qué sabrosa estaba!


En: Nada Sagrado, Textos Zen, Oscar Todtmann Editores

jueves, 3 de septiembre de 2015

Amenazar las flores, Rodolfo Izaguirre



Cultivo en una enorme maceta un buen grupo de calas blancas bastante caprichosas porque florecen tardíamente y de mala gana pese a mis cuidados y a la preocupación por alimentarlas y regarlas tal como recomiendan hacerlo los conocedores. Últimamente han tardado en florecer más de lo razonable y me he visto obligado a proceder con cierta firmeza. Amo las plantas porque ellas significan el carácter naciente de la vida. Gracias a ellas, el hombre Neandertal advirtió que lo que lo separaba y diferenciaba de los otros seres era su posición erecta, igual a la de los árboles y las hierbas de los campos. Además, las plantas le ofrecían cíclicamente el fantástico misterio de su floración y el estallido de sus fragancias, y para aquel ser que vivió y conoció la aurora del tiempo tuvo que significar una fiesta en su mirada la mutiplicidad de colores con los que se adornaban las plantas a su alrededor. En todo caso, flores de paso, transitorias. Por eso se llaman “flores celestes” a los meteoritos y a las estrellas fugaces. Y hay flores de un solo día y existen las rosas de Cernobbio que inspiraron al argentino Eduardo Mallea y son rosas, también, las que brotan en el célebre ars poético del chileno Vicente Huidobro. Mis amigos simbolistas se entusiasman, junto a Juan Eduardo Cirlot, con los colores de las flores y afirman que “el carácter solar se refuerza en las flores anaranjadas y amarillas; que en las flores rojas es patente el parentesco con la vida animal, la sangre y la pasión; y que la flor azul es símbolo legendario del imposible”, por eso, en la canción de Ítalo Pizzolante una rosa pintada de azul... ¡es un motivo!
Soy de los que hablan con las plantas mientras las riego (¡cada vez que Hidrocapital lo permite!) y subo el volumen del aparato de sonido para que escuchen también a Kiri Te Kanawa cantando arias de Mozart porque me aseguran que la música les gusta a las plantas y las ayudan a bien vivir pero tratándose de la terquedad de mis calas, creo que ¡ni con Los Panchos!
Me retan. A veces me desentiendo de ellas y las dejo en paz. Es suficiente con lo que ocurre fuera de mi casa para tener que soportar también a unas calas recalcitrantes en constante enfrentamiento. Padezco suficiente tensión y castigo con las actuales bellaquerías militaristas y sus niveles de intolerancia y estupidez para estarme preocupando por las calas del jardín. Sin embargo, les oculté las miserables declaraciones de Roy Chaderton para que no se pusieran a llorar y les dije que, con todo respeto, me parecía que el cardenal Jorge estaba perdiendo su tiempo al insistir en dialogar con ese muro de trampas y oprobios detrás del cual se ampara desde hace quince años un régimen criminal que no tiene perdón de Dios. No sé cómo hacen estas plantas, pero todas terminan enterándose del desorden montado por los militares; y el desaliento, después de aplastarme, también se apodera de ellas. Para animarlas, les explico que quiero abrazarme a la desobediencia civil, renegar de este gobierno, gritar en las esquinas que el decreto Obama no pretende castigar al país y a los venezolanos, sino a un grupo de corruptos y que oponerse a él es hacerse cómplice de las sinvergüencerías de los enchufados, pero no encuentro a nadie que me diga cómo activar mi desobediencia y, desde luego, tampoco me veo, solo, agitando una pancarta por el bulevar de Sabana Grande, como un viejo loco. La semana pasada me acerqué a las calas y las amenacé. Les dije que si no me daban flores iba a hablar con Maduro o con Diosdado Cabello para que las llevaran a Ramo Verde y les hicieran lo mismo que le hacen a Leopoldo López. ¿Pueden creerlo? ¡Ya comenzaron a florecer!



19 de Abril de 2015
Visto en Facebook
Imagen en wallcoo.net  

miércoles, 29 de julio de 2015

Camino lodoso (Cuento zen)




Tanzan y Ekido viajaban juntos una vez por un camino lodoso. Todavía caía una pesada lluvia. Al llegar a una curva encontraron a una linda muchacha con un kimono de seda, que no podía cruzar el camino.

"Vamos chica", dijo Tanzan al punto. Y levantándola en sus brazos, la llevó al otro lado del lodazal.

Ekido no dijo ni una sola palabra hasta por la noche, cuando llegaron a un templo donde podían albergarse. Entonces no pudo contenerse más. "Nosotros los monjes no debemos acercarnos a las mujeres", le dijo a Tanzan. "Especialmente si son jóvenes y hermosas. Es peligroso. ¿Por qué lo hiciste?"

"Yo dejé a la chica allá". Dijo Tanzan. "¿Tú como que todavía sigues cargando con ella?"



En Nada sagrado. Textos Zen, Oscar Todtmann Editores.

Fuente: Bailando hacia la luz
Imagen: Shurya

domingo, 26 de abril de 2015

La bañera, Andrés Neuman



Mi abuelo se quitaba prenda tras prenda hasta quedar desnudo. Se miraba el cuerpo enfermo, flaco y sin embargo erguido. El espejo del cuarto de baño había ido oscureciéndose con él a lo largo de los años: ahora le quedaba una insegura pátina salpicada de puntos, y una bombilla de cuarenta vatios encima. Mi abuelo dobló con cuidado su ropa. La dejó encima de la tapa del retrete. Se detuvo un momento con las pantuflas de lana colgando de dos dedos, y decidió sacarlas al pasillo. Entonces trabó por dentro la puerta. No hacía frío. Desnudo se sintió mucho más cómodo. Después le dio vergüenza y abrió los grifos. Los azulejos empezaron a empañarse. Mi abuelo introdujo una mano en el agua y la removió. Reguló varias veces la temperatura. Se sentó en el borde de la bañera a esperar. Los chorros dejaron de agitar la superficie. El agua pasó de turbia a transparente. Con lentitud, mi abuelo metió un pie y después el otro, buscó un contacto tibio con las nalgas. Quedó sentado en el agua con las rodillas flexionadas y los brazos rodeándole las piernas. Suspiró. Acudían a su memoria episodios remotos: un niño en pantalones cortos sobre una bicicleta, repartiendo el pan; una señora obesa, postrada en un camastro, dándole instrucciones y exigiendo el desayuno; un señor alto y rubio, vagamente extranjero, acariciándole la cabeza en un muelle del puerto; un gigantesco buque rojo y blanco y negro alejándose de su vista; el campo verde, abierto, una casa sin chimenea; la pequeña biblioteca que un muchacho erguido consultaba de noche, entre los gritos de la señora obesa; un funeral desierto, un ataúd enorme; una casa distinta, con más luz, una hermosa joven sonriéndole; un niño en pantalones cortos, sobre una bicicleta, que jamás necesitaría repartir el pan al amanecer; otra niña estudiando en la cocina; una fábrica, decenas de sombras sin nombre y unos pocos rostros amables; un muchacho y una muchacha, sin bicicletas ya, sin cuadernos; una boda; otra boda; una casa vacía, menos luz; una voz compañera, tranquilizadora; los paseos idénticos de idénticas mañanas; una paz agridulce; el consultorio de una clínica; un médico diciendo disparates; una anciana saliendo a hacer la compra; un sobre rectangular escrito a mano, en tinta azul, sobre la mesa de la sala; un anciano desnudo, hecho un ovillo, rodeado de agua quieta. Nada se oía, salvo el leve goteo de uno de los grifos. Gota a gota contó hasta diez, hasta veinte, treinta, contó cincuenta, llegó a cien gotas. Deshizo el nudo de los brazos y, tomándose la cabeza, se reclinó hacia atrás hasta tocar con la espalda el mármol del fondo. Bajo el agua, entre reflejos turbios, mi abuelo apretó bien los labios para que no se le escapase el aire y se obligó a permanecer inmóvil. Pero entonces sucedió al imprevisto, algo que he imaginado: súbitamente, mi abuelo se incorporó con energía y empezó a jadear. Tenía la cara descompuesta, los ojos inflamados y el cabello hecho una medusa, pero aún respiraba. A su mente, esta vez, no acudió ninguna imagen. Estaba a solas con el agua, con los grifos, con los azulejos, con la bañera, con el vapor el espejo, con su cuerpo desnudo. Sé que en ese momento, jadeante y solo, mi abuelo debió de esbozar una media sonrisa obtener un último bienestar. Entonces sí, apretó de nuevo los labios y los párpados, se reclinó de espaldas hasta sentir el mármol y mi abuelo dejó de ser mi abuelo.  

En la Web Oficial del escritor Andrés Neuman

Las cosas que no hacemos, Andrés Neuman

   
Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor nos alcanzase. Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.


En "Hacerse el muerto", Páginas de Espuma, Madrid, 2011.

viernes, 31 de octubre de 2014

El primer beso, Clarice Lispector

 

Los dos más susurraban que hablaban: hacía poco que habían comenzado el noviazgo y ambos andaban tontos, era el amor. Amor y lo que conlleva: los celos.

— Está bien, me creo que soy tu primera novia, y me alegro por ello. Pero dime la verdad, solo la verdad: ¿nunca besaste a otra mujer antes de mí? Él fue simple:

— Sí, ya besé antes a otra mujer.

¿Quién era ella?— le preguntó con dolor.

Él intentó contárselo toscamente, no sabía cómo decirlo.

El autobús de la excursión subía lentamente la sierra. Él, uno de los chicos en medio de los otros chicos en alboroto, dejaba que la brisa fresca le diera en la cara y se le metiera por el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Quedarse quieto a veces, casi sin pensar, y tan solo sentir - era tan bueno. Concentrarse en sentir era difícil en medio del alboroto de los compañeros.

Y la sed había llegado: jugar con el grupo, hablar bien alto, más alto que el ruido del motor, reírse, gritar, pensar, sentir, ¡caramba! qué seca se le ponía la garganta.

Y ni sombra de agua. La solución era juntar saliva, y fue lo que hizo. Tras reunirla en la boca ardiente, se la tragaba lentamente, una y otra vez. Era templada, sin embargo, la saliva, y no le quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía el cuerpo.

La brisa fina, antes tan buena, ahora, al sol del mediodía, se había vuelto caliente y árida y al entrarle por la nariz, le secaba aún más la poca saliva que pacientemente juntaba.

¿Y si cerrara las narinas y respirara un poco menos de aquel viento de desierto? Lo intentó por instantes, pero enseguida se asfixiaba. La solución era esperar, esperar. Tal vez tan solo minutos, tal vez horas, mientras su sed era de años.

No sabía cómo y por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía cercana, y sus ojos saltaban afuera de la ventana buscando el camino, penetrando entre los arbustos, acechando, husmeando.

El instinto animal dentro de él no se había equivocado: en la curva inesperada del camino, entre arbustos se encontraba... la fuente de donde brotaba en un hilo delgado la tan soñada agua. El autobús se paró, todos tenían sed, pero él logró ser el primero a llegar a la fuente de piedra, antes que todos.

Con los ojos cerrados, entreabrió los labios y los pegó ferozmente al orificio de donde vertía el agua. El primer trago fresco bajó, escurriéndosele por el pecho hasta la barriga. Era la vida que volvía, y con esta encharcó todo su interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió y vio junto a su cara dos ojos de estatua que lo miraban fijamente y vio que era la estatua de una mujer y que era de la boca de la mujer que salía el agua. Se acordó de que realmente al primer trago había sentido en los labios un contacto helado, más frío que el del agua.

Y supo entonces que había pegado su boca a la boca de la estatua de la mujer de piedra. La vida se había vertido de esa boca, de una boca a otra.

Intuitivamente, confundido en su inocencia, se sentía intrigado: pero no es de la mujer que sale el líquido vivificador, el líquido germinador de la vida... Miró a la estatua desnuda.

Él la había besado.

Sufrió un temblor que no era visible por fuera y que comenzó en su interior y le invadió todo el cuerpo, reventándole la cara en brasa viva. Dio un paso hacia atras o hacia delante, ya ni sabía lo que hacía. Trastornado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, siempre antes relajada, se encontraba ahora agresivamente tensa, y eso nunca le había sucedido.

Estaba parado, dulcemente agresivo, solo en medio de los demás, el corazón le latía profundo, espaciado, sintiendo que el mundo se transformaba. La vida era completamente nueva, era otra, descubierta con sobresalto. Perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, procedente de la profundidad de su ser, brotó de una fuente oculta en él la verdad. Que pronto lo llenó de susto y luego también de un orgullo que jamás había sentido: él...

Se había hecho hombre.


Misa de Gallo, Machado de Assis


Nunca pude comprender la conversación que tuve con una señora, hace muchos años, tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Habiendo convenido con un vecino que iríamos a la misa del gallo, preferí no dormir; quedamos en que yo iría a despertarle a la medianoche.

La casa en que yo estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado, en primeras nupcias, con una de mis primas. La segunda mujer, Conceição, y la madre de esta me acogieron bien cuando vine de Mangaratiba a Rio de Janeiro, meses antes, a estudiar preparatorios. Vivía tranquilo en aquella casa de dos pisos de la Rua do Senado, con mis libros, pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña, el escribano, la mujer, la suegra y dos esclavas. Viejas costumbres. A las diez de la noche todos estaban en las habitaciones; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y más de una vez, al escucharle decir a Meneses que iba al teatro, le pedí que me llevara con él. En esas ocasiones, la suegra hacía una mueca, y las esclavas se reían disimuladamente; él no respondía, se vestía, salía y solo regresaba a la mañana siguiente. Más tarde supe que el teatro era un eufemismo en acción. Meneses tenía amoríos con una señora, separada del marido, y dormía fuera de casa una vez a la semana. Conceição había sufrido, a principio, con la existencia de la concubina; pero al fin, se resignó, se acostumbró, y acabó creyendo que era muy correcto.

¡La buena Conceição! La llamaban "la santa", y se merecía el título, tan fácilmente soportaba los olvidos del marido. En verdad, tenía un temperamento moderado, sin extremos, ni grandes lágrimas, ni grandes risas. En el capítulo de que trato, le daba para mahometana; aceptaría un harén, con las apariencias resguardadas. Que Dios me perdone, si la juzgo mal. Todo en ella era tenue y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, lo perdonaba todo. No sabía odiar; quizá no supiera amar.

En aquella noche de Navidad, fue el escribano al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo ya debería estar en Mangaratiba, de vacaciones; pero me quedé hasta la Navidad para ver "la misa del gallo en la Corte". La familia se retiró a la hora acostumbrada; yo me metí en la sala del frente, vestido y listo. Desde allí pasaría al pasillo de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Tenía tres llaves la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra, la tercera se quedaba en casa.

—Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted durante todo ese tiempo? Me preguntó la madre de Conceição.

—Leo, doña Inácia.

Tenía conmigo una novela, Los Tres Mosqueteros, vieja traducción creo del Jornal do Comércio. Me senté a la mesa que había en el centro de la sala, y a la luz de una lámpara de querosene, mientras la casa dormía, subí una vez más al caballo flaco de D'Artagnan y me marché a las aventuras. Dentro de poco estaba completamente ebrio de Dumas. Los minutos volaban, al contrario de lo que suelen hacer cuando son de espera; oí cuando sonaron las once, pero casi sin notarlas, una casualidad. Sin embargo, un pequeño rumor que oí adentro vino a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el pasillo que iba desde la sala de visitas hasta el comedor; levanté la cabeza; poco después se asomó a la puerta de la sala el bulto de Conceição.

—¿Aún no te has ido? —preguntó ella.

—No, parece que aún no es medianoche.

—¡Qué paciencia!

Conceição entró en la sala, arrastrando las zapatillas de la alcoba. Llevaba puesta una bata blanca, mal atada a la cintura. Siendo delgada, tenía un aire de visión romántica, no disparatada con mi libro de aventuras. Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que estaba delante de mí, cerca del canapé. Como le pregunté si le había despertado, sin querer, haciendo ruido, me respondió con presteza:

—¡No! ¡Qué va! Me desperté por despertar.

La miré fijamente un poco y dudé de la afirmación. Los ojos no eran de una persona que hubiera acabado de dormir; parecía que aún no habían dormido. Esa observación, sin embargo, que valdría algo en otro espíritu, deprisa la descarté, sin advertir que tal vez no hubiera dormido justamente por mi causa, y hubiera mentido para no afligirme o molestarme. Ya he dicho que ella era buena, muy buena.

—Pero ya debe ser casi la hora —dije yo.

—¡Qué paciencia la tuya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No tienes miedo de almas del otro mundo? Me di cuenta de que te asustaste al verme.

—Cuando oí los pasos me pareció raro; pero usted apareció en seguida.

—¿Qué estabas leyendo? No me lo digas, ya lo sé, es la novela de los Mosqueteros.

—Justamente: es muy bonita.

—¿Te gustan las novelas?

—Sí, me gustan.

—¿Ya has leído la Moreninha?

—¿Del doctor Macedo? La tengo allí en Mangaratiba.

—A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas has leído?

Empecé a decirle los nombres de algunas. Conceição me oía con la cabeza reclinada en el respaldo, metiendo los ojos por entre las pálpebras entrecerradas, sin quitarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios para humedecerlos. Cuando terminé de hablar, no me dijo nada; nos quedamos así durante algunos segundos. En seguida, la vi enderezar la cabeza, cruzar los dedos y sobre ellos reposar el mentón, con los codos en los brazos de la silla, todo sin desviar de mí los grandes ojos astutos.

"Tal vez esté aburrida", pensé yo.

Y luego alto:

—Doña Conceição, creo que ya es hora, y yo...

—No, no, aún es temprano. Acabo de mirar el reloj, son las once y media. Hay tiempo. ¿Tú, después de perder la noche, eres capaz de dormir de día?

—Ya lo he hecho.

—Yo, no; después de perder una noche, al otro día estoy que no puedo, y, media hora que sea, he de pasarla dormida. Pero, también, me estoy haciendo vieja.

—¡Qué va a estar vieja, doña Conceição!

Tal fue el calor de mi palabra que le hizo sonreír. De costumbre tenía los gestos demorados y las actitudes tranquilas; ahora, sin embargo, se incorporó rápidamente, pasó al otro lado de la sala y dio algunos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho del marido. Así, con el desaliño honesto que traía, me daba una impresión singular. Aunque delgada, tenía no sé qué balanceo en el andar, como a quien le cuesta llevar el cuerpo; ese aspecto nunca me pareció tan distinguido como aquella noche. Paraba algunas veces, examinando una parte de la cortina o arreglando la posición de algún objeto en el aparador; al fin se detuvo, delante de mí, con la mesa en medio. Estrecho era el círculo de sus ideas; volvió al asombro de verme esperar despierto; yo le repetí lo que ella sabía, o sea, que nunca había escuchado la misa del gallo en la Corte, y no quería perdérmela.

—Es la misma misa del campo; todas las misas se parecen.

—Me lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Mire, la Semana Santa en la Corte es más bonita que en el campo. San Juan no digo, ni Santo Antonio...

Poco a poco, se había reclinado; había clavado los codos en el mármol de la mesa y metió la cara entre las manos espalmadas. Como las mangas no estaban cerradas, se cayeron naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros, y menos delgados de lo que se podrían suponer.

La vista no era nueva para mí, aunque tampoco fuera común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Las venas eran tan azules, que a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi sitio. La presencia de Conceição me espabiló aún más que el libro. Seguí diciéndole lo que pensaba de las fiestas del campo y de la ciudad, y de otras cosas que me iban viniendo a la boca. Hablaba enmendando los asuntos, sin saber por qué, variándolos o volviendo a los primeros, y riéndome para hacerle sonreír y verle los dientes que lucían de blancos, todos igualitos. Los ojos de ella no eran exactamente negros, pero oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva le daba al rostro un aire interrogativo. Cuando yo subía un poco la voz, ella me reprimía:

—¡Más bajo! mamá puede despertarse.

Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca se quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar alto para ser escuchado: cuchicheábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la frente un poco fruncida. Al final, se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta a la mesa y vino a sentarse a mi lado, en el canapé. Me di la vuelta y pude ver, furtivamente, la punta de las zapatillas; pero fue solo el tiempo que ella gastó en sentarse, la bata era larga y en seguida se las cubrió. Me acuerdo de que eran negras. Conceição dijo bajito:

—Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero; si se despertara ahora, pobre, no se dormiría tan temprano.

—Yo también soy así.

—¿Qué? —preguntó ella inclinando el cuerpo, para escuchar mejor.

Fui a sentarme en la silla que se quedaba al lado del canapé y le repetí la palabra. Se rió de la coincidencia; también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.

—Hay ocasiones en que soy como mamá; una vez que me despierto, me cuesta volver a dormir, me doy la vuelta en la cama, inútilmente, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.

—Fue lo que le sucedió hoy.

—No, no —atajó ella.

No entendí la negativa; ella puede ser que tampoco la entendiera. Sujetó las puntas del cinturón y se golpeó con ellas las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después se refirió a una historia de sueños, y me afirmó que solo había tenido una pesadilla, de niña. Quiso saber si yo las tenía. La conversación se reató así lentamente, largamente, sin que yo me diera cuenta de la hora ni de la misa. Cuando yo acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba nuevamente la palabra. De cuando en cuando, me reprimía:

—Más bajo, más bajo...

Había también unas pausas. Dos otras veces, me pareció que la veía dormir; pero los ojos, cerrados por un instante, se abrían en seguida sin sueño y sin fatiga, como si ella los hubiera cerrado para ver mejor. Una de esas veces creo que dio por mí embebido en su persona, y me acuerdo de que los volvió a cerrar, no sé si apresurada o lentamente. Hay impresiones de esa noche, que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me confundo. Una de las que aún tengo frescas es que, en cierta ocasión, ella, que era tan solo simpática, se volvió linda, se volvió lindísima. Estaba de pie, los brazos cruzados; yo, en respecto a ella, quise levantarme; no lo consintió, puso una de las manos en mi hombro, y me obligó a estar sentado. Advertí que iba a decir algo; pero se estremeció, como si le diera un calofrío, se dio la vuelta y fue a sentarse en la silla en que me encontró leyendo. Desde allí dirigió la mirada al espejo, que se quedaba encima del canapé, habló de dos pinturas que colgaban de la pared.

—Estos cuadros se están quedando viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compre otros.

Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del principal negocio de este hombre. Uno representaba a "Cleópatra"; no me acuerdo del tema del otro, pero eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecían feos.

—Son bonitos —dije yo.

— Bonitos lo son; pero están manchados. Y además, francamente, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Estas son más propias para la sala de un muchacho o de un barbero.

—¿De un barbero? Usted nunca fue a una barbería.

—Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de muchachas y de noviazgos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia no lo veo propio. Es lo que yo pienso; pero yo pienso mucha cosa así, rara. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Virgen, Nossa Senhora da Conceição, mi madrina, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo lo quiero. Está en mi oratorio.

La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que quizás fuera tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero en seguida la cerré para oír lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal blandura que traía pereza a mi alma y me hacía olvidar la misa y la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y muchacha. En seguida se refería a unas anécdotas de baile, unos casos de paseo, reminiscencias de Paquetá, todo de mezcla, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los negocios de la casa, de los fastidios de familia, que le decían ser muchos, antes de casarse, pero no eran nada. No me lo contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.

Ya ahora no cambiaba de lugar, como a principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y comenzó a mirar vanamente a las paredes.

—Tenemos que cambiar el papel de la sala, dijo al poco rato, como si hablara consigo misma.

Asentí, para decir algo, para salir de la especie de sueño magnético, o de lo que quiera que fuera que me paralizaba la lengua y los sentidos. Quería y no quería terminar la conversación; hacía un esfuerzo para apartar los ojos de ella, y los apartaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera aburrimiento, cuando no lo era, me llevaba los ojos otra vez a Conceição. La conversación se iba muriendo. En la calle, el silencio era completo.

Llegamos a quedarnos por algún tiempo —no puedo decir cuánto— completamente callados. El rumor único y escaso, era un roer de ratoncillo en el despacho, que me despertó de aquella especie de soñolencia; quise hablar de él, pero no encontré manera. Conceição parecía devanear. Súbitamente, oí un golpe en la ventana, del lado de afuera, y una voz que bramaba: «¡Misa del gallo! ¡Misa del gallo!»

—Ahí está el compañero —dijo ella levantándose—. Tiene gracia; quedaste en ir a despertarlo y es él el que viene a despertarte. Anda, que ya debe ser la hora; adiós.

—¿Ya será la hora? —pregunté.

—Naturalmente

—¡Misa del gallo! —repitieron desde afuera, golpeando. 
— Vete, vete, no te hagas esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.

Y con el mismo balanceo del cuerpo, Conceição se metió por el pasillo hacia adentro, pisando mansito. Salí a la calle y encontré al vecino que esperaba. Nos dirigimos desde allí hacia la iglesia. Durante la misa, la figura de Conceição se interpuso más de una vez, entre el cura y yo; que quede esto a cuenta de mis diecisiete años. A la mañana siguiente, a la hora de la comida, le hablé de la misa del gallo y de la gente que estaba en la iglesia sin excitar la curiosidad de Conceição. Durante el día, la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que me hiciera recordar la conversación de la víspera. Por el Año Nuevo me fui a Mangaratiba. Cuando volví a Rio de Janeiro en marzo, el escribano se había muerto de apoplejía. Conceição vivía en el Engenho Novo, pero ni la visité ni la encontré. Oí más tarde que se había casado con el escribiente juramentado del marido.


Traducido del portugués por Diana Sorgato  
Obra: Clotilde sentada en un sofá, Joaquiín Sorolla.

sábado, 13 de julio de 2013

El Dragón, Dimitri Nabokov

 
 
 
Vivía recluido en una cueva profunda, lóbrega, en el mismo corazón de una montaña rocosa, alimentándose tan sólo de murciélagos, ratas y mantillo. Es verdad que, ocasionalmente, algún cazador de estalactitas o algún viajero curioso llegaba merodeando hasta la cueva, y su visita acababa resultando un verdadero festín. Entre sus recuerdos más placenteros se contaba el de un bandolero que trataba de escapar a la justicia y el de dos perros que alguien había soltado en la cueva con el fin de asegurarse de que existía un pasadizo que llegaba hasta el otro lado de la montaña. La naturaleza en torno a aquel lugar era salvaje, las rocas estaban salpicadas de nieve porosa y unas cascadas batían el aire con su rugido helado. El había sido incubado hacía unos mil años y, quizás porque su llegada a la vida se produjo de forma bastante inesperada -el inmenso huevo se rompió gracias al impacto de un relámpago en una noche de tormenta-, el dragón resultó ser más bien cobarde y no demasiado inteligente. Además, la muerte de su madre le había afectado mucho… Durante mucho tiempo su madre había sido el terror de los pueblos vecinos, había escupido fuego por su boca, provocando el enfado del rey que consecuentemente ordenó que su guarida estuviera constantemente vigilada por caballeros, los cuales eran destrozados y devorados por ella como si fueran nueces. Pero en una ocasión se tragó a un corpulento jefe real, y después se tumbó a echar la siesta sobre una roca al sol, y el gran Ganon en persona llegó al galope con su armadura de hierro, en un corcel negro cubierto de malla de plata. La pobre, soñolienta, trató de retirarse, su grupa verde y oro llameando como fuego al viento, pero el caballero cargó contra ella y consiguió atravesar el suave pecho blanco con su lanza. Ella se derrumbó y rápidamente el corpulento caballero surgió de la herida rosa, con el corazón enorme y todavía humeante bajo el brazo.

El joven dragón contempló todo esto escondido detrás de una roca y, desde entonces, no podía pensar en los caballeros sin ponerse a temblar. Se retiró a las profundidades de la cueva, de la que nunca salió. Y así pasaron diez siglos, el equivalente a veinte años para un dragón.

Y entonces, de repente, se sintió presa de una melancolía insoportable…

De hecho, el alimento putrefacto de la cueva le producía problemas gástricos feroces, dolores y ruidos desagradables. Tardó nueve años en tomar una determinación, pero finalmente, al décimo año se decidió. Despacio y con cautela, con un movimiento sinuoso de los anillos de su cola que se recogían para luego extenderse sobre el suelo, reptó fuera de su cueva.

De inmediato se dio cuenta de que era primavera. Las rocas negras, mojadas todavía con la lluvia reciente, brillaban todas; la luz del sol hervía en el torrente de la montaña; el aire estaba impregnado de caza salvaje. Y el dragón, olfateando con todas sus fuerzas, empezó su descenso hacia el valle. Su estómago satinado, blanco como los lirios, casi rozaba el suelo, unas manchas carmesí destacaban en sus flancos verdes, y las duras escamas se fundían, en su espalda, en una sierra de dientes de fuego, una cresta de rojizas grupas dobles que disminuían de tamaño al llegar a la cola flexible, poderosa y siempre en movimiento. Su cabeza era suave y verdosa; de su labio inferior, lleno de verrugas, colgaban burbujas de moco llameantes y sus gigantescas patas cubiertas de escamas, dejaban a su paso huellas profundas, concavidades en forma de estrella.

Lo primero que vio al descender al valle fue un tren que viajaba a lo largo de las laderas rocosas. La primera reacción del dragón fue de placer, porque confundió al tren con un pariente con el que podía jugar. No sólo eso, pensó que bajo aquella concha dura y brillante tenía que haber, con toda seguridad, una carne muy tierna. Así que se dispuso a seguirlo, con sus pies abofeteando el suelo con un ruido húmedo y seco, pero, justo cuando estaba a punto de engullir al último vagón, el tren se metió en un túnel. El dragón se detuvo, introdujo la cabeza en la guarida negra en la que se había perdido su presa, pero no consiguió meterse allí dentro. Se despachó con un par de estornudos tórridos que lanzó en aquellas profundidades y luego sacó la cabeza, se sentó en los flancos traseros y se dispuso a esperar -quién sabe, a lo mejor volvía a salir corriendo de aquel agujero. Después de aguardar durante algún tiempo sacudió la cabeza y emprendió la marcha. Justo en aquel momento un tren salió a toda velocidad de la guarida negra, emitió un furtivo relámpago de fulgor en el cristal de sus ventanas, y desapareció tras una curva. El dragón volvió la vista herido y, alzando la cola como una pluma, reanudó su viaje.

Caía la noche. La niebla flotaba sobre los campos de hierba. La bestia gigante, grande como una montaña de verdad, fue vista por algunos campesinos que regresaban a sus casas, y que quedaron petrificados de asombro. Un cochecillo que pasaba deprisa por la carretera vio cómo le explotaban las cuatro llantas de puro miedo, dio una vuelta de campana y acabó en una zanja. Pero el dragón seguía caminando, sin darse cuenta de nada; desde lejos le llegaba el aroma cálido de la masa de humanos concentrados, y hacia allí dirigía sus pasos. Y, de nuevo, contra la extensión azul del cielo nocturno, se alzaron frente a él las negras chimeneas de las fábricas, guardianes de una gran ciudad industrial.

Los personajes principales de esta ciudad eran dos: el propietario de la Compañía de Tabaco Milagro y el de la Compañía de Tabaco Casco de Hierro. Entre ambos hervía el odio de una hostilidad acerba y antigua como el tiempo, sobre la que se podría escribir todo un poema épico. Rivalizaban en todo -en los colores abigarrados de sus anuncios, en sus técnicas de distribución, en sus precios, en sus relaciones laborales-, pero no había manera de saber quién era el ganador en esta guerra continua.

Aquella noche memorable, el propietario de la Compañía Milagro se quedó hasta muy tarde en su despacho. Junto a él, sobre su mesa, había una pila de anuncios nuevos, recién salidos de imprenta que los obreros de la cooperativa iban a pegar por la ciudad al amanecer.

De repente, una campana rompió el silencio de la noche y, unos segundos más tarde, entró un hombre pálido, macilento, con una verruga como una bardana en la mejilla derecha. El propietario le conocía: era el dueño de una taberna modelo que la Compañía Milagro había abierto en las afueras de la ciudad.

- Van a dar las dos de la mañana, amigo mío. La única justificación que se me ocurre para su visita ha de ser un acontecimiento de inusitada importancia.

- Exactamente -dijo el tabernero en un tono tranquilo, aunque la verruga no dejaba de moverse. Esto es lo que contó:

Había echado a la calle a cinco obreros completamente borrachos.

Debían de haber visto algo extraordinariamente raro en el exterior, porque todos ellos se echaron a reír: «Oh, oh, oh -gruñía una de las voces-, igual es que he bebido de más, ya que veo ante mis narices, grande como la vida, la hidra contrarrevoluciona…».

No tuvo tiempo de terminar, porque se produjo un estallido, un ruido aterrador, poderoso, y alguien dio un grito. El tabernero salió fuera a ver qué pasaba. Un monstruo, brillando en las tinieblas como una montaña mojada, se estaba tragando algo enorme, con la cabeza inclinada hacia atrás, dejando al descubierto su cuello blanquecino que al moverse conformaba como una cadena de colinas; se tragaba aquello y chupaba los huesos, sin dejar de balancearse con todo su cuerpo, hasta que finalmente se acomodó tumbado en medio de la calle. 

- Creo que se ha quedado dormido -acabó el tabernero, sujetándose su verruga crispada con el dedo.

El propietario de la fábrica se levantó. Los robustos empastes de sus muelas destellaban con el fuego dorado de su inspiración. La llegada de un dragón de carne y hueso no le sugería otro sentimiento distinto del deseo apasionado que guiaba su existencia entera, el deseo de infligir una derrota a la compañía rival.     -¡Eureka! -exclamó-. Escucha, buen hombre, ¿hay algún otro testigo? 

- No creo -replicó el otro-. Estaba todo el mundo en la cama, y decidí no despertar a nadie y venir directamente a verle. Para evitar el pánico.

El propietario de la fábrica se puso el sombrero.

- Espléndido. Coge esto, no, no hace falta que cojas toda la pila, cuarenta serán suficientes, y trae también esa lata y el cepillo. Y ahora, muéstrame el camino.

Salieron a la noche oscura y muy pronto se encontraron en la calle tranquila en cuyo extremo, según el tabernero, reposaba un monstruo. Primero, a la luz de una solitaria farola amarilla, vieron a un policía boca abajo en medio de la calzada. Luego se supo que, mientras hacía su ronda nocturna, se había topado con el dragón y se había dado tal susto que se quedó boca abajo petrificado en aquella posición. El propietario de la fábrica, un hombre del tamaño y fuerza de un gorila, lo volvió a su posición vertical y lo apoyó contra el poste de la farola, y luego se acercó al dragón. El dragón estaba dormido, como no podía ser menos. Resulta que los individuos que había devorado estaban empapados en vino, y se habían reventado entre sus mandíbulas. El alcohol, en un estómago vacío, se le había subido directamente a la cabeza por lo que había dejado caer la fina película de sus pestañas con una sonrisa de beatitud. Estaba tumbado con las patas delanteras recogidas bajo su panza, y el resplandor de la farola destacaba el brillo de los arcos de sus dobles protuberancias vertebrales.

- Saca la escalera -dijo el propietario de la fábrica-.

Y yo mismo procederé a pegarlas.

Y escogiendo las zonas planas de los flancos verdes y viscosos del monstruo, empezó a extender sin prisa pasta de pegar en las escamas de la piel colocando después en ella enormes carteles de propaganda. Cuando hubo utilizado todas las hojas disponibles, le dio al tabernero un apretón de manos significativo y, dando chupadas contundentes a su puro, volvió a casa.

Y llegó la mañana, una magnífica mañana de primavera dulcificada con una neblina lila. Y de repente la calle volvió a la vida con un clamor alegre, excitado, las puertas y también las ventanas se cerraban de golpe, la gente se apresuraba a bajar a la calle, mezclándose con todos aquellos que corrían hacia algún lugar sin parar de reírse. Lo que veían era un dragón que parecía de carne y hueso, cubierto completamente con anuncios de colores, que no paraba de chasquear su cuerpo contra el asfalto. Tenía un cartel pegado incluso en la calva coronilla de la cabeza. «Fume sólo Brand», retozaban las letras azul y carmesí de los anuncios.

«Los locos son los únicos que no fuman mis cigarrillos», «Los cigarrillos Milagro convierten el aire en miel», «¡Milagro, Milagro, Milagro!».

Realmente es un milagro, decía la gente sin parar de reír, y cómo lo habrán hecho, ¿será una máquina o habrá gente dentro?

El dragón estaba destrozado después de su borrachera involuntaria. El vino barato le había revuelto el estómago, se sentía débil, y pensar en el desayuno lo ponía peor. Además, le atormentaba un agudo sentimiento de vergüenza, la insoportable timidez de una criatura que se encuentra por primera vez en presencia y rodeado de una multitud. En verdad que lo que deseaba en aquel momento era volver lo más pronto posible a su cueva, pero eso habría sido aún más vergonzante, así que siguió con su inexorable marcha a través de la ciudad.

Unos hombres que llevaban unos carteles a la espalda le protegían de los curiosos y de los chavales que querían deslizarse bajo su vientre blanco, encaramarse a lo alto de su espalda o tocarle el hocico. Había música, gente que miraba asombrada desde cada ventana, y detrás del dragón marchaba una procesión de automóviles en fila india, en uno de los cuales iba repantigado el propietario de la fábrica, el héroe del día.

El dragón caminaba sin mirar a nadie, consternado ante el regocijo que había provocado.

Mientras tanto, en una oficina soleada, el fabricante rival, el propietario de la Compañía del Gran Casco de Hierro, recorría sin descanso y con los puños cerrados, en un gesto de exasperación, una alfombra suave como el musgo. Junto a una ventana abierta y sin dejar de observar tamaña procesión, se encontraba su novia, una menuda bailarina de cuerda floja.

- Esto es un ultraje -gritaba sin cesar el fabricante, un hombre de mediana edad, calvo, con bolsas azules bajo los ojos-. La policía debería poner fin a semejante escándalo… ¿Cómo y cuándo ha conseguido llenar con carteles a ese muñeco relleno?

- Ralph -gritó de repente la bailarina, dando palmadas-. Ya sé lo que tienes que hacer. En el circo tenemos un número que se llama El Torneo y…

Con un suspiro tórrido, mirándole desorbitada con sus ojos de muñeca ribeteados de rímel, le contó su plan.

El rostro del fabricante rebosaba de satisfacción. Al minuto siguiente ya estaba en el teléfono hablando con el manager del circo.

- Ya está -dijo el fabricante, colgando el teléfono-.

El títere está hecho de goma. Veremos lo que queda de él cuando le hayamos dado un buen pinchazo.

Mientras tanto, el dragón había cruzado el puente, la plaza del mercado y la catedral gótica, que le despertó recuerdos repugnantes, había continuado por el bulevar principal y cuando se disponía a atravesar una gran plaza, apareció, abriéndose paso entre la multitud, un caballero armado, que se dirigía a la carga contra él.

El caballero llevaba una armadura de hierro, con la visera baja, un penacho fúnebre en el casco y cabalgaba a lomos de un impresionante caballo negro con cota de malla. Junto a él unas mujeres vestidas de pajes portaban las armas, con unos pendones pintorescos diseñados a toda velocidad en los que se anunciaba:

«Gran Casco», «Fume sólo Gran Casco de hierro», «Casco de hierro es el mejor»

El jinete del circo que se hacía pasar por caballero hincó espuelas y aprestó su lanza. Pero por alguna razón el corcel empezó a retroceder, echando espuma, y luego, de repente se alzó de manos para acabar dejándose caer pesadamente sobre sus cuartos traseros. Derribó al caballero, que cayó al asfalto, con semejante estrépito que hubiera podido pensarse que alguien había tirado la vajilla entera por la ventana. Pero el dragón no vio nada de esto. Al primer movimiento del caballero se detuvo abruptamente, y luego, se dio la vuelta a toda velocidad, derribando a su paso con la cola a dos ancianas que contemplaban la escena desde un balcón, y aplastando a los espectadores que habían comenzado a dispersarse, emprendió la huida. De un salto, se colocó fuera de la ciudad, voló a través de los campos, trepó como pudo por las pendientes rocosas, y se zambulló en su caverna sin fondo. Una vez allí, se dejó caer de espaldas, con las patas encogidas y, mostrando su blanco y satinado estómago que no dejaba de temblar bajo las oscuras bóvedas, dio un suspiro profundo, cerró sus ojos asombrados y murió.
 
 
«El dragón» («Drakon»), escrito en noviembre de 1924, se publicó por primera vez en traducción francesa de Vladimir Sikorsky.

En Cuentos completos
Prólogo de Dimitri Nabokov, San Petersburgo (Rusia) y Montreux (Suiza), junio 1995
Traducción al español: María Lozano
Alfaguara, 2009